miércoles, 25 de noviembre de 2009

El Impostor (2º premio en la 5º Edición de "La Escritura en Manos de Todos" en la UNaM)

La muerte de Francesco Magiantinni había dejado al barrio sin uno de los mejores bibliotecarios de la ciudad. El “Tano”, como lo conocían todos, era muy querido por la gente que se acercaba a la Biblioteca Ciudadana Arturo Jauretche para sacar algún libro. Muchos decían que incluso nunca leían los ejemplares que tomaban prestados, sino que tan sólo iban ahí para poder escuchar a esa enciclopedia viviente que era el inmigrante calabrés. Francesco sabía todo de todo. Había leído las obras completas de Shakespeare en español e inglés, recordaba el Quijote de memoria, citaba exactamente cada línea del Martín Fierro y aconsejaba cómo interpretar a Borges y a Sábato. No había libro en esa biblioteca que no hubiese pasado antes por la insaciable lectura del más grande de los cinco hermanos Magiantinni. Pero el paso del tiempo es voraz, y a los 78 años el cuerpo dijo basta. Eso sí, murió en su ley: estaba leyendo un libro en su casa cuando tuvo el fatal infarto.

Tras una semana de luto, la Secretaría de Cultura de la ciudad debió designar a un nuevo bibliotecario. La decisión no fue muy difícil, el municipio quería seguir con la línea de contar con personas capacitadas en cada sector y entonces continuó apostando por la pionera y querida familia Magiantinni. Fue así como Orlando Magiantinni, el mayor de los hermanos tras la muerte de Francesco, aceptó sin dudarlo el puesto que otrora ocupara con halagos su difunto pariente. Sin embargo, Orlando no era como el “Tano”. Al contrario…

Decir que Orlando había leído tan sólo diez libros en toda su vida quizás era exagerar. No habían sido sólo diez como algunos arriesgaban sin fundamentos, sino tan sólo nueve. A decir verdad, sus amigos dudaban incluso que alguna vez hubiese escuchado esa palabra. No obstante, ya con sus hijos ocupándose del almacén, Orlando estaba más tranquilo y aceptó ayudar ad honorem a la ciudad y de paso honrar la memoria de su hermano; que seguramente se estaría revolcando en su tumba tras enterarse de la designación.

Así fue como el anciano que creía que Gabriel García Márquez era un actor latino de Hollywood, comenzó a trabajar en la biblioteca. Eso sí, orgulloso como pocos, Orlando jamás iba a reconocer su ignorancia. Así pues, y para esconder su vagas nociones de la literatura, a cada persona que regresaba para devolver un libro lo miraba altivo, desafiante, sonreía burlonamente y disparaba: “Y dígame González, ¿usted qué entendió de “Como Agua para Chocolate”?, ¿a ver si lo leyó bien?”, “Escúcheme joven Polski, comprenda que Cortázar no es para cualquiera vio, ¿cuénteme qué le pareció?”; y luego se quedaba mirando fijamente y escuchaba una y cada una de las síntesis que los lectores le hacían de los libros que él jamás había sospechado siquiera que existían. De esta forma, bajo el disfraz del profesor sabio que evalúa a sus pupilos, Orlando conseguía tener alguna pista de cada historia, para luego fanfarronear frente a un futuro prestatario haciéndole una “breve y austera sinopsis, mi amigo. Pues comprenderá que no puedo hacerlo todo por usted, ahora es tiempo de que lo lleve y lo lea”. Entonces quedaba por un lado como el gran conocedor que corrige lecturas ajenas, y por el otro como un erudito que guía a los novatos; aunque seguía siendo el mismo ignorante.

Su mayor despliegue de sabiduría lo hizo una tarde de sábado, cuando un hombre de unos cuarenta años se acercó a la biblioteca proveniente de la otra punta de la ciudad. El sujeto, que parecía conmovido al ver tan inmensos estantes repletos de libros, se acercó dubitativo al anciano y se dirigió a él con una voz apagada:

-Buenas tardes don. Ando buscando algún libro de Humberto Zicbaum. ¿Tienen alguno acá?

Orlando intuyó que era su oportunidad. El recién llegado probablemente fuera otro de esos a los que les pica la curiosidad de la lectura de vez en cuando, y por lo tanto sería una fácil presa para su simulado dominio de la literatura. Tras la pregunta no respondió con palabras, sino que hizo un gesto con la palma de la mano y escribió “Humberto Zicbaum” en la computadora. Desde ya que no tenía idea de quién se trataba, pero recordaba que algunas semanas atrás alguien le había devuelto un ejemplar. En efecto, cuando leyó el listado de quince novelas en la pantalla reconoció en “Amadora” al texto del cual había escuchado hablar hacía poco. Entonces sí, desplazó unos centímetros sus anteojos por el tabique de la nariz y miró al visitante por la hendidura que se formaba sobre sus ojos:

-Quince novelas joven, quince. Aquí la biblioteca del pueblo se enriquece, no como en otras partes. Dígame, ¿qué anda buscando?

-Bueno, mire. Yo no soy de leer mucho, más bien es poco. Y un amigo me recomendó que buscara algo de ese tal Zicbaum. ¿Usted me podría dar alguna referencia?

Fueron palabras mágicas. Orlando dejó escapar una sonrisa burlona, bebió un sorbo del café que reposaba a su lado y empezó a recordar lo que le habían contado de Zicbaum. Su memoria no fallaba, eso sí era de elogiar. Recordaba muy bien que “Amadora” había sido devuelto por un chico de unos 20 años al que no le había gustado mucho, lo cual lo llevó a iniciar una descripción un tanto despectiva del autor en cuestión.

-Verá joven. Su amigo tendrá su opinión y no la desmerezco. Sin embargo, como usted sabrá mi familia ha sido desde siempre muy apegada a la lectura y por lo tanto creo que coincidirá usted en que puedo llegar a darle una visión un tanto más profunda sobre Zicbaum.

-Bueno, ehh… Mi amigo lee bastante, y la verdad que yo confió en él.

-Por supuesto, por supuesto. No lo pongo en discusión. Hace falta gente como su amigo que se interese por difundir la lectura. Pero permítame decirle que tal vez él tenga un gusto particular que no sea el más común. Quiero decir, Zicbaum no es un gran escritor ni mucho menos.

-¿En serio?

-Pues claro hombre. Es uno de los tantos escritores mediocres de nuestro país, esos que se recuestan en la rica historia literaria de nuestra nación para sacar provecho con novelas berretas, bastante estúpidas, y desde ya intrascendentes.

-Bueno, jeje, me parece que me equivoqué de autor entonces…

-Probablemente, pero no se deprima amigo. Si bien dudo que yo esté errado, modestamente se lo digo, no puedo negarme a prestarle uno de los pocos libros de Zicbaum que vale la pena leer.

-¿Ah sí? Mire que yo le creo y la verdad que quiero leer algo bueno.

-Ya lo sé. Pero bueno, mire, le voy a prestar “Amadora”, que fue la tercera novela de Zicbaum y la que más repercusión tuvo.

-Ah, buenísimo. ¿De qué se trata?

-Está ambientada en el siglo XIX. Es acerca de una joven andaluza que se enamora de un estudiante irlandés y se embarca junto a su amado rumbo a América, donde buscarán formar una familia. Es una trama sinceramente poco novedosa, pero es agradable.

-Entonces, ¿usted dice que la lea?

-Claro que sí, anímese. Empiece por esa novela y después vaya subiendo de nivel.

-Está bien, me lo llevo.

Orlando había logrado una vez más su cometido. El sujeto lo había escuchado con una atención extraordinaria, como el alumno que aprende de un maestro. El anciano bibliotecario había sacado a pasear sus conocimientos y le había dado una breve lección sobre Humberto Zicbaum, así como lo podría haber hecho sobre Dickens, Stroker, Coelho o Eloy Martínez. Sólo bastaba que su inexperto aprendiz se llevara “Amadora”.

-Bueno, mire. Como es la primera vez que va a sacar un libro de aquí, voy a hacerle una ficha así ya queda registrado para otras ocasiones. Primero dígame, ¿cómo se llama?

El entierro fue dos días después. El infarto había sido tan feroz como con su hermano Francesco. Para ese entonces, ya toda la ciudad hablaba de cómo Orlando Magiantinni había muerto al escuchar el nombre del aquel sujeto curioso que había ido a la biblioteca preguntando por Humberto Zicbaum: el propio Humberto Zicbaum.

lunes, 2 de noviembre de 2009

La decisión del Almirante

Hosco, el Almirante Espinoza dejó caer las cenizas del cigarrillo sobre el pasto, en un gesto que acompañó el primer sorbo de mate. Sentado en su reposera verde, con la seriedad que lo había caracterizado durante los 69 años de su vida, el otrora eximio representante de las Fuerzas Armadas argentinas, ahora ya retirado, comenzaba su tradicional ritual de las siete de la tarde. Con la mirada fija en el potrero de enfrente, sus ojos negros, densos como la oscuridad, transmitían la esencia de un ser rudo, valiente, inquebrantable, de pocas palabras. De fondo, como en su época de juventud en Corrientes, un chamamé en la radio. De Isaco, probablemente. El sonido llegaba desde el interior de la casa, trayendo la melodía preciosa del acordeón. El chamamé, una de las pocas cosas que alguna vez habían conmovido al recio Juan Ramón Espinoza, se escurría por entre las paredes del hogar y llegaba hasta sus oídos para deleitarlo como siempre. Pero de repente, la melodía fue interrumpida por una voz aguda, joven, que también provenía de adentro, pero que cada vez se hacía más cercana:

-¡Papáaa!

Era María Inés, su hija. Voluptuosa, con sus 20 años recién cumplidos, se asomó a la puerta con el aire adolescente de quien transita por la etapa del aprendizaje, el crecimiento y la búsqueda de la vida. El Almirante tuvo a su primera (y única) hija ya en una edad poco frecuente por estos tiempos. Es que se había brindado por entero a la Marina y, pues, la paternidad había sido durante mucho tiempo una aspiración secundaria. Su mujer, María Teresa, lo había comprendido desde aquel baile en Ituzaingó cuando se conocieron, en que el ríspido Espinoza pronunció una frase que jamás olvidaría: “Ante todo, mi deber. Podremos ser novios, si así usted lo desea señorita María Teresa. Pero, recuerde, ante todo, mi deber”. Sorprendida y excitada por esas palabras, María Teresa había caído a los pies de aquel hombre tan vigoroso y decidido. Pero ahora, lo que caía a los pies de Espinoza, eran las cenizas de su cigarrillo:

-Decime.

-Papi, ¿a qué hora jugaba Boca?

Inteligente, María Inés sabía que para pedirle algo a su padre, primero tenía que entrarle por un lugar que lo ablandara de alguna forma. El Almirante conocía esa treta, por lo que ni se molestó en aclararle que no era a Boca, sino a Estudiantes, a quien vería esa noche y tan sólo interrogó con rudeza:

-¿Qué querés?

Su hija estaba nerviosa. Podía notarse por cómo se movía, cómo gesticulaba y, sobretodo, por cómo balbuceaba:

-Pa, yo…yo…bueno… quería pedirte algo. Si no es molestia, ¡obvio!

Hasta ese momento, el Almirante había permanecido observando a la gurisada que jugaba en el potrero. María Inés comprendió, entonces, que el hecho de que ahora él dirigiese la mirada hacia ella era el indicio de una cierta aprobación. O por lo menos, un señal para que siguiera hablando.

-En seguida está por llegar… un ratito nomás eh, no se queda a comer como el otro día, ¡je! Está por venir Agustín.

Inerte, el rostro del Almirante Espinoza permaneció seco. Pero por dentro, una corriente de aire caliente lo recubrió de una sensación de enfado. Agustín era, desde hacía cuatro meses, el novio de María Inés. Ya ese hecho lo convertía automáticamente en enemigo público de Espinoza. Para empeorar la situación, el simpático joven no respondía a los cánones que el Almirante había programado para su hija. Por empezar, usaba barba, se dejaba el pelo largo y mostraba orgulloso su tatuaje de Charly García. Encima, decía estudiar Comunicación Social; aunque a su casa siempre lo veía llegar con una guitarra, no con libros. Espinoza aún recordaba indignado aquellas primeras tardes en que al irse el por entonces “pretendiente” de su hija, soltaba sus mejores argumentos para evitar la catástrofe que se avecinaba, y no recibía mayor respuesta que un insulto de su hija y unas tibias palabras por parte de su esposa, quien no parecía comprender la gravedad del asunto: “Juan, dejate de jorobar, María Inés ya es grande”. Seguramente, ese “rarito” (y, sospechaba, también “subversivo”) pretendería una vez más robarle a su hija para llevarla a alguna fiesta o vaya a saber qué diablos.

-Bueno, y…Agus te quiere pedir… bah, en realidad los dos, pero él te va a poder explicar bien.

-Hasta las 5.

-¿Qué? No…je…no. No vamos a salir hoy. Ya te dije que viene un ratito nomás. Él quiere hablar con vos. Yo le dije que hable con vos.

Tiró el cigarrillo. También dio por terminado el mate. El Almirante no podía imaginarse qué se tramaban esos dos, y cada vez se enfurecía más. Aunque por fuera era imposible notarlo, ya que su rigidez persistía.

-Sí, pa. Es que queremos ir a Ituzaingó este finde y…

-¡Buenas!

Sonriente, Agustín acababa de llegar en bici y, como no podía ser de otra manera, con la guitarra colgada en la espalda. Besó a María Inés y luego, con menos efusividad, extendió la mano para saludar al Almirante.

-Buenas tardes don Juan.

Silencioso, el Almirante le estrechó la mano. El joven observó un gesto que María Inés le hizo con las manos y, amablemente, empezó a hablar:

-¿Cómo andá? Bueno… estemm… creo que María Inés ya le adelantó algo – ella asintió con la cabeza y él siguió – Bien, con ella, tenemos ganas de irnos a Ituzaingó este fin de semana.

-Como cuando se fueron a Candelaria.

La voz del Almirante sonaba cada vez más hermética. El viaje a Candelaria con el consentimiento unilateral de la madre, unas semanas atrás, le había producido una descomposición estomacal por culpa de la bronca. La idea de que nuevamente se fuesen a otra ciudad y, en este caso peor aún, a otra provincia, lo comenzaba a enojar más y más.

-Sí, sí, pero como la otra vez, volvemos el domingo a la tardecita. No se preocupe, allá tengo unos tíos.

Espinoza sabía que, por más resistencia que pusiera, sería en vano puesto que allí estaría la madre nuevamente para consentir a su hija; por lo tanto no hizo más que preguntar:

-¿Cuánto dinero querés María Inés?

Esa frase exaltó a los novios. Ambos dieron un paso atrás casi al unísono. Ella sonrió con nerviosismo, él habló con una voz cambiada, con cierto temblor.

-No…no, por la plata no se preocupe. Mis tíos nos invitaron.

-Pero tienen que viajar.

El cruce de miradas entre los novios denotaba horror. Por alguna razón esos chicos, en ese momento, tenían miedo. No era para menos: por primera vez en su vida, María Inés estaba a punto de pedirle prestado el auto a su padre. En realidad, el encargado de pedírselo era Agustín:

-De eso justamente queríamos hablarle. Mire, no nos molestamos si nos dice que no, pero eso sí supondría que entráramos en gastos y estamos a fin de mes. Lo que vengo a pedirle… bueno, lo que queremos pedirle… es… bueno, usted sabe que yo sé manejar. Y bueno, nosotros… ¿podemos llevar su auto?

Silencio. Silencio absoluto. El Almirante bajó la mirada. Habló:

-Repetí.

-¿Qué?

-Que repitas lo que me pediste.

-Ehh… el auto.

Y se paró. Como impulsado por un resorte, estalló en sí el Almirante. Los ojos aterrados de su hija seguían desesperadamente los movimientos de sus brazos al hablar. Agustín, deseando estar muerto, sólo podía oír:

-¡¡Ustedes están locos!! Que les preste el auto… ¿pero son pelotudos o se hacen? ¡¡Qué increíble!! Se creen que soy boludo. Un viejo choto, eso se creen, no cierto. Un viejo choto que les va a prestar el auto de puro viejo choto nomás.

-No papá, no…

-¡No las pelotas! Me tienen podrido vos, tu noviecito hippie y su guitarra.

-¡Papá!

-Don Juan, –desolado, Agustín intentaba calmar el tifón – por favor, no queremos que se ponga así…

En eso, María Teresa, que había escuchado los gritos desde la cocina, salió a ver qué ocurría:

-¡Juannn!! ¿Por qué les estás gritando a los chicos?

-¡¡Quieren que les dé el auto para irse a Ituzaingó!! ¡están locos!

Madre e hija se cruzaron las miradas. El Almirante entendió pronto:

-¡Y vos sabías que me lo iban a pedir! No me dijiste nada. Qué bárbaro ¡Me toman por pelotudo!

-Juan, no te pongas así. Te va a hacer mal. ¿Cuál es el problema de que les prestes el auto? Si no nosotros no lo vamos a usar este fin de semana. Aparte Agustín sabe manejar, es responsable.

-¡Responsable las pelotas! Miralo María Teresa, ¡la pinta! Barba, tatuaje, la guitarra esa con la que toca esa música rara que escucha.

-Chamamé.

-¿Qué?

-Digo, don Juan, toco chamamé en el grupo de mi viejo. No rock, que también escucho, claro.

-¡No me interesa lo que mierdas hagas! Ni vos, ni mi hija, ni el pomberito ni magoya van a usar mi auto.

-Pero Juan.

-Pero papá.

-Laburen si quieren uno… la que los parió.

-¡Juan!

Era imposible. La ira lo quemaba por dentro y por fuera. Estaba sacado. El Almirante no concebía el pedido. Era una locura. Pegó un soplido de bronca y se metió a la casa golpeando la puerta. Afuera, quedaron los otros tres perplejos.

-Yo realmente pensé, hija, que tu padre estaba menos loco. Es un celoso, Agus, no te sientas mal.

-Está bien doña María Teresa, ya me resigné. Quédese tranquila.

-Pero cómo puede ser mamá. Si ni usa el auto.

-Ya sabés cómo es…

De repente, la puerta se abrió. Los tres volvieron a callarse. Mudo, serio, el Almirante se dirigió hasta Agustín y se paró frente a él. Las mujeres temieron lo peor, por supuesto también el novio, y los gurises de enfrente, que habían encontrado en la discusión mejor diversión ante la caída del sol y el consecuente oscurecimiento del potrero. Agustín cerró los ojos, preparado para recibir el golpe. El Almirante respiró hondo, cerró el puño derecho, luego lo volvió a abrir. Tenía, entre sus dedos, unas llaves:

-El domingo a la tardecita mi hija tiene que estar de vuelta.

Y se fue. Todos, incluso los gurises, se quedaron totalmente desconcertados. Las llaves eran las del auto. Finalmente, el Almirante había accedido. Pero ¿cómo?, ¿por qué? Era totalmente inesperado. María Teresa entró corriendo a la casa, quería una respuesta a tan extraño cambio en su marido. Él, sentado frente al televisor, dispuesto a ver a Estudiantes, la vio venir por el espejo del living y sólo dijo bruscamente.

-Chamamé, María Teresa, el chico toca chamamé.

miércoles, 14 de octubre de 2009

La trompeta mágica: Gillespi en Posadas




Aún resuenan en el auditorio del Instituto Montoya los ecos de esa trompeta explosiva y enigmática del genial “Gillespi” que, por segunda vez en su carrera, deleitó al público misionero en una noche a pura música. El trompetista retornó a nuestra región para traer pasajes de sus discos anteriores (tiene cinco hasta el momento, el último de 2005) y algunas muestras de su próximo trabajo, que saldría a la venta para fin de año. Fueron cerca de dos horas a puro jazz, rock y algo de bossa nova tocados con mucha energía, talento y, por supuesto, mucha calidad.


La noche arrancó con “Dada” (tema que también abre su único disco en vivo, “Live in Gonnet”) y después prosiguió con temazos como “Cambio, you’ve changed”, “Señor Méndez” e incluso una excelente versión de “Come Together” de los Beatles. Gillespi demostró toda su magia para disparar melodías brillantes que convirtieron al auditorio, por momentos, en los mejores bares de la lejana y jazzera Nueva Orleáns. Jugó, además, con distorsiones en los sonidos que no hicieron más que aumentar la majestuosidad del espectáculo.


Pero no sólo fue su brillante actuación, sino que además lo acompañó toda una banda espectacular. En el teclado estuvo el histórico “Patán” Vidal, quien deslumbró con unos solos exquisitos; en el bajo un Norberto Córdoba eléctrico y con muchos momentos extraordinariamente funkys; en la batería Javier Martínez, un joven con un futuro prometedor y una potencia envidiable; en la guitarra el fenomenal Baltasar Comotto aportando todo el sabor rockero de la noche y cantando La Cabra, cuya voz grabe y envolvente deleitó los oídos.


Humor y literatura

El humor tiene que fluir” nos dijo Gillespi antes de subir al escenario y ello también quedó demostrado. Es que Marcelo Rodríguez (así es su nombre de pila) no sólo es un gran trompetista, sino que también es uno de los mejores humoristas del momento. Entre tema y tema, se despachó con breves improvisaciones de gran comicidad donde la gente estalló en carcajadas, haciendo el clima aún mucho más agradable y familiar.


Pero además, Gillespi aprovechó para promocionar su libro recientemente publicado “Blow, de trompetas y trompetistas” que, según nos comentó: “Es un libro que gira en derredor de las trompetas, son historias de trompetistas e historias mías con la trompeta. Conversaciones que yo tuve con trompetistas, algunos argentinos y otros internacionales, hablando del instrumento y de las penurias cuando él te da la espalda.


En definitiva, una gran, gran velada con la mejor música. Para disfrutar, para reír, para llenarse. Y para recordarlo con mucha alegría.


(quiero agradecerles una vez más a los hermanos Jorge y Luis Spasiuk, organizadores del espectáculo que nos atendieron de "10"; a Dieguito, con quien le hicimos una nota al genio, que pronto publicaré; a la Pao que sacó casi todas las fotos y subió este texto a Diario Misiones; y a Gille, que nos recibió con la mejor onda y mucha paciencia, ¡gracias maestro!)



domingo, 16 de agosto de 2009

Noche de Jazz en el Montoya

El sábado 15 de agosto el auditorio del Montoya se transformó en una grato lugar de encuentro entre la gente y la magia del jazz. Con su "Homenaje a Bill Evans", llegó a Misiones el trío 3G compuesto por el excelente baterista Oscar Giunta Jr., el magistral pianista Manuel Fraga y la gloria viviente Alfredo Ramus en el contrabajo.

Fue una velada inolvidable donde repasaron grandes momentos de este género musical siempre mezclándolo con una cuota muy grata de humor.

El piano de Fraga desanduvo las melodías más bellas, atrapantes y esquisitas.

El contrabajo de Ramus regaló desde el comienzo y hasta el final un sonido brillante, virtuoso, de una calidad única.

Al mismo tiempo que Giunta manejó las intensidades y fue llevando los climas desde la majestuosidad cálida de los temas más románticos hasta la energía de sus solos. Sencillamente extraordinario.

Además, la introducción a la noche jazzera la hizo la Misiones Jazz Band con un breve repertorio de clásicos que hicieron entrar en calor al público.

Sin dudas, una gran noche. El 12 de octubre volverá el jazz a esta ciudad con la presentación de Gillespi y una banda imperdible. El Paraiso del Jazz, por lo visto, está de para bienes.


















(Quiero agradecerles a los hermanos Spasiuk, organizadores del espectáculo, y a Juan, el pibe de la boletería, que nos atendieron con muy buena onda durante la semana. También a la Pao Stéfany por las fotos de 3G)









domingo, 2 de agosto de 2009

Aquella fría noche

Cerré la puerta con cuidado, no sin antes revisar la oscuridad del corredor. Estaba silencioso, quieto, nada raro había sucedido desde que el ascensor se había alejado. Eso me tranquilizó. Yo estaba tenso, preocupado, incluso hasta recuerdo haber temblado en algún instante. “Son mitos, no hay que hacerles mucho caso” me dije a mí mismo como para calmarme, pero internamente aún tenía el temor a lo desconocido. Esa noche, presentía, no habría de ser igual a todas.

Hace dos años que tengo un programa de radio a la madrugada. Allí comparto con los oyentes la lectura de diferentes textos, entrevisto a diversas personas y, por sobre todas las cosas, intento hacer amena la trasnoche con música. Lo bueno es que se creó un agradable ida y vuelta con aquellos que me escuchan, me conocen y muchas veces recibo atenciones que me llenan de alegría. Saben, principalmente, que adoro el jazz. Aquel jueves parecía ser una de esas lindas oportunidades en las que un aficionado había venido a la radio para traerme un regalo. Pero en este caso, todo estaba teñido de misterio. A diferencia de los otros, este visitante no entró a la emisora para dármelo, sino que me esperó en la puerta y, a la salida, me sorprendió cuando yo estaba cerrándome la campera y acomodándome la bufanda antes de partir rumbo a mi casa. “Martínez”, me llamó con una voz seca. Yo giré un tanto desconcertado, no es común que alguien quiera hablar con uno en la calle a las tres de la mañana. El sujeto, de unos cincuenta años, estaba tan abrigado como lo exigía el crudo invierno que azotaba Posadas. Al principio se mostró un poco nervioso al hablar, pero luego se fue calmando, mientras yo lo escuchaba atento:

-Martínez, que bueno encontrarlo. Bah, sabía que lo encontraría. Me llamo Alberto Echenique, soy de Garupá, lo escucho siempre, ¿sabe?

-Bueno, se lo agradezco.

-Sí, mire, yo quería hacerle un obsequio. Como sé que le gusta mucho el jazz y yo tengo este casette hace rato en mi casa, era de mi padre en realidad, se lo vengo a regalar. Yo no escucho esa música, ¿vio?

En ese momento, sacó de un bolsillo de su sobretodo una cajita que, deduje, contenía el casette del que hablaba. Obviamente, se lo agradecí.

-Muchas gracias. Pero no se hubiese molestado. Digo, con este frío, a esta hora.

Echenique se volvió a poner intranquilo. Me miró con el rostro rígido, serio, y prosiguió en un tono diferente, hermético, como quien dice algo que no quiere decir:

-Sí, sí, pero hay algo que debo advertirle. Yo no me hago responsable por lo que pueda escuchar en esta cinta. O… peor aún… por lo que le pueda suceder.

-¿Qué quiere decir? – le pregunté desconcertado, un tanto incómodo.

-¿Escuchó hablar alguna vez de Freddy Mordock?

-No, la verdad que no tengo idea de quién se trata.

-Bueno, se lo voy a contar. Trate de creerme, esto no es un chiste. Si lo esperé aquí afuera, es porque el asunto no es tan sencillo como para que todos dentro de la emisora se enteren.

-No me asuste, Echenique.

-No lo asusto, sólo le advierto. Freddy Mordock fue un saxofonista de jazz desconocido, contemporáneo de Charlie Parker, Dizzy Gillespie, etc. Este casette contiene las únicas grabaciones que se han registrado de él.

-Ah, mire usted qué interesante. Bueno, pero si usted lo dice por los derechos de autor…

-No. Déjeme terminar. Probablemente Mordock hubiese sido reconocido de no haberse muerto tan pronto en un accidente automovilístico bastante extraño. Pero de hecho, contribuyó enormemente a la historia del jazz, aunque nadie lo sepa. Fue, quizás, más importante aún que muchos de los artistas que conocemos.

-No puedo imaginarme porqué lo dice…

-Es que… Mordock frecuentaba a algunas brujas, o videntes o como quiera llamarles, esas que tiran las cartas, leen las bolas de cristal, etc. Era bastante místico. Y, créame lo que le voy a decir, él tuvo un papel fundamental en la historia del jazz: fue quien le presentó el diablo a Charlie Parker. No se trató de ninguna epifanía.

Yo no supe reconocer si se trataba de una broma o si hablaba en serio. La historia de Charlie Parker es conocida, se dice que fue a partir de una epifanía que él llegó a ser lo que fue, una gloria del jazz. Pero nunca se comentó en qué circunstancias, y ahora aquella historia parecía rebatida por la teoría de un pacto con el diablo. Incluso, al parecer, según este extraño visitante, ese tal Freddy Mordock había sido el nexo. Pero, ¿sería eso posible?

-¿Está hablando en serio? Mire, lo de Charly Parker es un mito. Uno puede creer o no. Pero no sé. Esto de Mordock me suena raro.

-Se que no es algo que pudiera esperarse, Martínez. Lo entiendo. Le termino de contar la historia. Mordock, se dice, había hecho contacto con el diablo en muchas ocasiones, incluso aquella en que se lo presentó a Parker. Lo cierto, es que murió habiendo grabado únicamente un par de temas. Por alguna extraña razón, la cinta que contenía el registro de esas melodías se perdió por años, nadie podía encontrarlas. Hasta algunos sugieren que el propio Parker las buscó en varios lugares, sin fortuna. Hasta que aparentemente a mediados de los ’70 alguien halló la cinta en el sótano de una casa abandonada en Michigan y la pasó a un casette. A este casette.

-¿Usted quiere decir que ese casette contiene la copia directa de la grabación original de Mordock?

-No solo eso. Este casette es la única copia. Es la única prueba de que Mordock existió.

-Y dígame, ¿cómo llegó a sus manos?

-Mi padre vivió varios años en Michigan cuando era joven. Como le gustaba esta música, se hizo amigo del conductor de un programa radial de jazz y él fue quien le regaló el casette.

-A ver, hay algo que no encaja. ¿Un conductor radial decidió regalar la única prueba de la existencia de un hombre clave para la historia de un género musical?

-En realidad, el conductor literalmente se deshizo del casette. Sí, como lo oye. Le dijo a mi padre que lo había intentado escuchar una vez pero que cosas extrañas habían comenzado a suceder a su alrededor y desde allí nunca más había vuelto a tocarlo.

-¿Y entonces?

-Como mi padre se rió de esa historia, él le regaló el casette pero le dijo que lo escuche a solas. Mi papá, escéptico, aceptó.

-¿Y su padre lo escuchó?

-Esta es la parte más tenebrosa. Esa misma noche, mi papá volvió a la habitación que estaba alquilando y se dispuso a oír el casette. Ni bien le dio play al equipo de música, hubo un estruendo que lo hizo volar contra una pared y golpearse fuertemente la cabeza. Estuvo dos días inconciente, al despertar, se había quedado sordo.

El relato de Echenique me estremeció. A esta altura, ya no sabía si creerle o no.

-¿Y usted nunca intentó escuchar el casette?

-No. Aún no sé porqué mi papá lo guardó. Cuando me contó la historia, no dudé en proponerme que jamás lo escucharía.

-¿Y por qué me lo trae?

-Primero, porque en mi casa es un desperdicio, nadie lo va a oír nunca. Segundo, porque con el paso de los años comencé a descreer que hubiese habido alguna conexión entre el estallido y el casette. Al parecer el destino había querido que el play coincidiera con la explosión de una garrafa de gas a unas pocas cuadras de la habitación que alquilaba mi padre. No sé, además, se que a usted le gusta el jazz y me parece que es un material que puede serle muy útil.

-Sin embargo….

-Sin embargo preferí advertirle. Ya lo dicen “nunca ví una bruja, pero que las hay, las hay”.

Después de haber dicho eso, me dió el paquete, me abrazó y se fue sin mencionar una palabra. Yo quedé solo, en el frío, y con muchísima curiosidad.

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Empañado, el vidrio de la ventana devolvía un frío cortante. Corrí la cortina y empecé a calentar agua en una pava. Suelo hacer eso para dormirme después de hacer el programa, preparo un café y me recuesto en el sillón a escuchar algún cd hasta que el sueño me atrape. En esa ocasión, no obstante, estaba más despierto que lo de costumbre. Claro, me encontraba alterado por la historia que había oído y ansioso por poner el casette.

Cuando el agua estuvo lista, disolví los granos, los revolví con una cuchara y les puse un poco de azúcar. El primer sorbo encendió mis músculos desde adentro hacia fuera. Un escalofrío me hizo comprender que el calor de la bebida comenzaba a revivirme tras la helada noche del exterior. Ya no había más que hacer, solo quedaba poner el casette.

Dejé la taza en el respaldo del sillón. Abrí la caja y saqué el obsequio. Antes de introducirlo, tuve que soplar la casettera para desempolvarla, hacía tiempo que no la usaba. Luego, sí, procedí a acomodar el regalo allí dentro. Dudé unos instantes antes de dar play, otro escalofrío me recorrió, pero esta vez no de frío, sino de miedo. Temeroso, respiré hondo y apreté el botón. Luego, con rapidez, me senté en el sillón y abracé la taza, como si fuera un talismán para protegerme de vaya a saber uno qué. Primero, como dormidos, se escucharon los crujidos de la cinta, confirmando que efectivamente el sonido original provenía de un disco. Luego, a lo lejos, una batería comenzó a desandar la canción. Y después, el saxofón. Una melodía encantadora comenzó a ascender al mismo tiempo que los últimos sorbos de café bajaban por mi cuerpo.

Estaba escuchando algo maravilloso y ya no me sentía despierto, sino todo lo contrario. En algún momento habré cerrado los ojos. Frente a mí solo había oscuridad y mi alma parecía estar librada a una marea sonora que la envolvía y la mecía con suavidad. Aquella era una de las sensaciones más encantadoras que jamás había vivido. Sonreía, creo recordar, como si el mundo hubiese acabado y yo hubiese llegado al paraíso.

Hasta que un golpe en la puerta me devolvió al sillón. Dejé la taza en el suelo, me levanté y me detuve observando a lo lejos aquel lugar desde el cual había llegado el golpe. ¡Toc, toc! Nuevamente. ¿A esa hora?, ¿con ese frío?, ¿quién podría ser? Vacilé en preguntar, pero algo me decía que sería en vano. Sin embargo, lo hice. “¿Quién es?”, nada. De repente, como avisándome de algo, el sonido del saxo se volvió más violento, veloz, fuerte. La melodía se transformó en una música galopante que parecía empujarme hacia la puerta. Mientras más me acercaba, más fuerte la oía. Otro escalofrío. Algo raro estaba sucediendo. Junté coraje, tomé el picaporte y abrí. ¡Toc! Otro golpe, pero esta vez detrás mío. Adelante, tenía la misma oscuridad con la cual había dejado al pasillo; a mis espaldas, se había hecho el silencio. Aún nervioso, me asomé al corredor y no ví a nadie ni a nada. Cerré la puerta y fui hasta el equipo de música. Cuando miré bien, me percaté de que el lado A del casette había terminado y ese había sido el origen del último golpe: había saltado el botón de play.

Di vuelta la cinta y continué escuchando. Otra vez la melodía, otra vez la paz interior y la sensación paradisíaca de no estar allí donde estaba. Tal era la felicidad que me envolvía, que de repente empecé a sentirme volando, como alejándome hacia el más allá. Fue un silencio, un breve silencio antes que la melodía continuase, el que me hizo darme cuenta de que algo no andaba bien. En ese breve lapso, de algunos segundos, sentir haber vuelto a la habitación pero de una forma extraña, rígida, inmóvil. Alertado, cuando continuó el saxo intenté prestarle más atención a lo que me estaba ocurriendo. Y allí me aterré. Me percaté de que no sentía las piernas, tampoco los brazos, tampoco los dedos. Y aún peor, empecé a asfixiarme. Sólo ahí me di cuenta realmente de lo que estaba sucediendo: me estaba muriendo. Desesperado, quería detener el casette pero no podía moverme, ni siquiera para taparme los oídos. Era una situación horriblemente preciosa, la melodía más maravillosa del mundo estaba matándome. Intenté gritar, pero no podía abrir la boca.

Flotaba. Flotaba. Huía de la vida, para no volver más. Felicidad, dolor, tristeza, pánico. En ese momento, lo único que me quedaba era la certeza de que ya no había vuelta atrás. Y el frío parecía haber sorteado la ventana y las cortinas, el tibio café había quedado en el pasado. Estaba muerto, qué espantosa realidad. Pero aún hubo tiempo para un último golpe. Y abrí los ojos, empapado en sudor. Temblando, probé mover los dedos y ellos respondieron. Abatido por el miedo, totalmente desconcertado, me dirigí hacia el equipo de música. Había terminado el lado B del casette. Cuando quise abrir la casettera, sentí una especie de descarga eléctrica y retrocedí. Se abrió el compartimiento pero allí adentro ya no había un casette, sino un papel arrugado. Sorprendido, lo tomé. Tenía algo escrito: “Si fue verdad, nunca lo sabrás”.

Creo que me quedé parado por media hora sin emitir sonido, absorto, observando el papel. ¿Qué había ocurrido? Aún estremecido, me dije que lo mejor sería irme a dormir. Hice un bollo con el papel y lo quemé en el mismo fuego con el cual calenté el agua para un segundo café. Luego de tomarlo, me recosté en el sillón, esta vez sin poner ningún cd. Antes de quedarme dormido, creí oír a alguien en el pasillo, detrás de la puerta. Me pareció escucharlo riéndose.

miércoles, 1 de julio de 2009

Daniel Maza en Posadas

Sí señores. El próximo miércoles 8 de julio vendrá el fabuloso bajista uruguayo al Montoya. Si la grip... perdón, si la paranoia mediática nos deja, allí estaremos.

lunes, 1 de junio de 2009

Hugo Fattoruso el sábado

Bueno muchachada, este fin de semana Corrientes capital nos va a deleitar con lo mejor de la música rioplatense. Lástima que las entradas están un poco "saladitas", por lo que algunos debemos optar por ir sólo uno de los dos días. En fín, para ir entrando en clima, les dejo el videíto de uno de los grupos que va a actuar el sábado y que probablemente sea un lujo inolvidable.

Se trata del cuarteto Hugo Fattoruso y Rey Tambor. Fattoruso, mítico músico uruguayo, conformó este grupo hace algunos años. Él toca magistralmente el teclado, acompañado por Diego Paredes, Fernando Núñez y Nicolás Peluffo en percusión.

Disfruten:

miércoles, 20 de mayo de 2009

Único

La información que van a leer, es sencillamente impresionante.

*CORRIENTES MUSICA VIVA
Festival de Otoño

* 5 de Junio, 19hs: PEDRO AZNAR, DAVID LEBÓN, LILIANA HERRERO, LISANDRO ARISTIMUÑO, TONOLEC
* 6 de Junio, 19hs: LUIS ALBERTO SPINETTA, RADA/MALOSETTI, CHANGO SPASIUK, HUGO FATTORUSO Y REY TAMBOR, COQUI ORTIZ

Localidades en venta a partir del miércoles 20 de mayo.

PRECIOS POR DÍA:
* TRIBUNA: $ 80
* PLATEA: $ 130
* VIP: $ 150

ABONOS PARA AMBOS DÍAS:
* TRIBUNA: $ 120

PUNTOS DE VENTA:

En Corrientes:
* PICASSO PUB - Junín 728
* LA ROZADA - Mendoza y P. Martínez
* ROYAL MUSIC - C. Pellegrini 1268
* EL MARISCAL - Salta y C. Pellegrini

En Resistencia:
* GRAVEDAD ZERO - Av. 9 de Julio 160

El que pueda ir, ¡qué lo disfrute!

domingo, 26 de abril de 2009

Cumpleaños del Fútbol

Si hay algo que pueda definir al fútbol, creo que es muy difícil que lo encontremos en las palabras. Las palabras construyen mundos, está más que claro, pero muchas veces le escapan a los sentimientos. Y es ahí donde está ubicado el fútbol, en el orden de los sentimientos. ¿Cómo explicar, sino, las multitudes apasionadas que acompañan a sus equipos domingo tras domingo? ¿cómo explicar, sino, que miles y miles de personas decidan destinar quizás su único día de descanso para disfrutar de este deporte?

Gol. Penal. Falta. Guillermo. Enzo. Diego. Frías combinaciones de letras que cobran vida al ser pronunciadas, no desde el cerebro, sino desde el corazón. Al fútbol es difícil explicarlo, porque es más fácil sentirlo. Desde la intelectualidad no han sido pocos los que lo miraron con desdén, como si allá arriba, en la racionalidad, no hubiese tiempo para un picadito. No saben lo que se pierden.


La gente ya no se abraza, o lo hace cada vez menos. Bueno, el fútbol es uno de los pocos motores colectivos que aún insisten en juntarnos en un abrazo, en un cántico, en una lágrima de emoción. Brazos en altos, remeras atrapadas entre las manos y sacudidas al viento cual aletas de un helicóptero, torsos desnudos gritando al unísono “olé olé olé / olé olé olé olá / olé olé olé / cada día te quiero más…”, momentos inolvidables.


Y los ídolos. Esos cuya sola mención nos hace sonreír. Los ídolos son seres bi-temporales: son de ahora, pero también de ayer. Labruna era el ídolo de la Máquina, pero Labruna también es ídolo de River hoy. Rojitas era ídolo xeneize en su tiempo, pero también lo es ahora.


Seres bi-temporales y universales. El Bocha es ídolo del Rojo para un pibe de Avellaneda, pero también para un muchacho al que la vida lo depositó en Finlandia, por decir algo. La palomita de Poy la recuerda un canalla en su Rosario querida, pero también la rememora con alegría incontenible una canaya (homenaje al maestro Fontanarrosa) que vive en Nueva Orleáns (homenaje al jazz). El ídolo es aquel que nos hace sentir felices de ser hinchas, felices de amar al fútbol. Por calidad de juego, por garra, por fidelidad a la camiseta, por aparecer en las paradas difíciles. Por dejar todo en la cancha.


Homenaje a dos ídolos


Mayo es el mes de cumpleaños de mis dos ídolos: el Guille y Garrafa.


El mellizo Barros Schelotto anda todavía haciendo de las suyas por el Norte. Antes de hacer lo que todo futbolista hace hoy en día, pensar en la plata, el mellizo se encargó de regalarnos años de esfuerzo, gambeta, gol y corazón. La dupla con Palermo en el 98. Los goles a River en la Bombonera. Los tres goles contra Paysandú. El centro contra el Milan. Pero, por sobre todas las cosas, un compromiso con los colores que muy pocos llegan a tener.


Y el Garrafa. José Luís Sánchez. Un pícaro duende de la cancha que a trote lento, mágico, inteligente, regaló sonrisas en el sur, en Banfield. El Taladro le debe mucho. Sin ir más lejos, hoy está en la “A” gracias a aquel campeonato donde Garrafa hizo de las suyas para desbaratar a las defensas rivales. Aquel partido en Córdoba, aquella semifinal memorable contra Instituto. Y las finales con Quilmes. Un maestro. Un maestro que la desgracia nos arrebató demasiado pronto. Pero al que la memoria jamás dejará ir.


El Guille y Garrafa. Ídolos. Símbolos de un deporte extraordinario. No hacen más que certificar algo: al fútbol no se lo explica, se lo siente.


Guillermo Barros Schelotto – 4 de mayo de 1973

José Luís Sánchez – 26 de mayo de 1974