miércoles, 10 de septiembre de 2008

La Hora Perdida

Julián estaba solo en su casa. Sus padres habían ido a una fiesta con amigos y su hermana había salido a bailar. Él, como siempre, se había quedado hasta tarde jugando con la computadora y ya estaba un poco cansado, aunque quería esperar un rato más. Es que esa noche, a las 00, iba a haber un cambio de horario en su país y no quería perderse el momento exacto donde debían adelantar una hora el reloj. Era 19 de diciembre y la modificación, pensada para ahorrar energía, estaba planificada únicamente para el verano, ya que el 11 de marzo volverían a la normalidad.


Su reloj marcaba las “23:55”. Apagó la computadora, tomó un vaso de agua y se fue a acostar a la cama. Apenas hubiese cambiado la hora en su reloj pulsera cerraría los ojos porque el cansancio lo estaba superando, aunque los ladridos del perro del vecino lo estaban poniendo nervioso. Esperó ansioso y por fin llegó el minuto 59. Entonces sí, esa pasión que hace que los chicos sientan que están viviendo una aventura a cada momento, lo entusiasmó y se olvidó del sueño mientras contemplaba el segundero del reloj. El tiempo corrió y se hicieron las 00:00, Julián sonrío y rápidamente apretó los botones de su artefacto: ya eran las 01:00. Dejó el reloj en la mesita de luz y se dispuso a dormir.


En ese momento le llamó la atención la rapidez con la que el perro del vecino se había callado, como si el cambio de hora lo hubiera silenciado repentinamente. Miró de reojo el velador y sus ojos atravesaron casi sin querer la pantalla del reloj digital, y ahí la sorpresa. Se podía leer con claridad las “00:01”. No podía ser, si él había cambiado el horario. Enojado, tomó el reloj y modificó la hora nuevamente. Luego, viendo que se había puesto de pie, decidió ir al baño para evitar tener que hacerlo durante la noche. Al volver, miró de nuevo el reloj y otra vez se llevó una ingrata sorpresa, eran las “00:04”. Ya no tenía ánimos para hacerse mala sangre. “Deben ser las pilas, mañana las cambio” pensó y decidió dormirse. Sin embargo, lo que Julián no presentía era que se trataba de mucho más que las pilas...



Los domingos Julián siempre dormía hasta al mediodía y su mamá lo llamaba para almorzar; pero ese día eso no ocurrió. Al despertarse solo, sobretodo por los intensos rayos de sol que entraban por la persiana, le llamó la atención que su madre no hubiera ido todavía. Quizás habían vuelto tarde y aún dormían, en todo caso bastaría con bajar al comedor para comprobarlo. La casa estaba totalmente en silencio, el dormitorio de su hermana tenía la puerta abierta, por lo que deducía que ella se había quedado en la casa de su novio. Lo raro era que también el dormitorio de sus padres estaba abierto y a oscuras, como si no hubiesen regresado. Bajó hasta la cocina y encontró todo tal cual estaba cuando él se fue a dormir. Miró el reloj de la pared y vio la hora, eran las “12:14”. “¡Qué raro!, ¿cómo puede ser que no hayan vuelto?, encima al reloj ese todavía tiene la hora vieja, o sea que ya es más de la una.” reflexionó un poco temeroso. Les mandó un mensaje de texto a los tres pero ninguno le contestó, entonces decidió llamarlos. Luego de que ninguno atendiera sus teléfonos, Julián empezó a preocuparse mucho más. Absorto, salió a ver si por casualidad no estaban charlando en el patio de los Rodríguez, con los que solían compartir asados. Pero no fue así; en cambio, no había nadie afuera, ni siquiera Tobi, el perro tan ruidoso. Nadie, como si todo el barrio estuviera escondido. Empezó a gritar los nombres de sus familiares y luego el de sus vecinos, pero no tuvo respuesta. Verdaderamente comenzaba a dudar que hubiera alguien en esas casas. Pero la cuestión era, ¿a dónde estaban?


Se vistió rápidamente, dejó una nota en la mesa del comedor explicando lo sucedido por si alguien llegaba a la casa y se fue a recorrer el barrio, para tratar de encontrarle una respuesta a tan extraña situación. Caminó y caminó pero no vio ni un alma. Nada, la ciudad estaba totalmente desolada. Únicamente veía casas con las puertas cerradas, autos estacionados, parques vacíos y todo, envuelto en un insoportable silencio. Ningún almacén, supermercado, puesto de diario, etc. estaba abierto. Sí en cambio algunos bares y los boliches, como si todavía fuera sábado a la medianoche, pero con el sol a pleno y sin gente. Julián estaba compungido y un poco mareado, por lo que se sentó en el cordón cuneta de la avenida principal. Miró la hora en su reloj pulsera y pegó un alarido totalmente asustado. Es que la pantalla indicaba “00:32”. ¿Cómo podía ser? En teoría debía marcar las “12:32” porque por las pilas no había podido adelantar la hora, pero ni siquiera eso.

Desesperado, se levantó y corrió hasta su casa. Una vez allí se tiró en el sillón y empezó a pensar qué era lo que estaba sucediendo, pero todo le parecía muy irreal. De repente, tuvo un presentimiento. Miró su reloj pulsera y éste indicaba las “00:59”. Se quedó mirándolo perplejo como sintiendo que algo estaba por ocurrir, como si estuviese apunto de recibir una señal. No sabía por qué, pero él no podía despegar la mirada de la pantalla. Y los segundos corrían: “00:59:56”, “00:59:57”, “00:59:58”, “00:59:59” y a continuación, algo que le aceleró el pulso, “00:00:00”. El reloj había vuelto a empezar, obstinado en no dejar ir jamás esa hora, negándose rotundamente a dar las 01:00. Y ahí Julián comprendió todo. Se llenó de felicidad y de miedo a la vez al darse cuenta de su situación. Estaba atrapado en la hora perdida, esa que los demás habían eliminado fácilmente con sólo adelantar el reloj. “¿Y ahora qué hago?” se preguntó.



Esas primeras horas fueron muy intensas. Si bien el resto de los relojes de la casa corrían normalmente, su pulsera se repetía automáticamente a cada hora. Lo desesperaba la idea de no poder volver a ver a las personas. ¿Iría a quedarse eternamente en esa hora? ¿Habría una forma de transportarse temporalmente y regresar junto a su familia? Su padre tenía algunos libros místicos y se dispuso a leerlos. Con 13 años, un sanguche en la mano y un vaso de gaseosa en la otra, Julián repasaba extrañado las hojas de la colección “El Tiempo y el Hombre” de 10 tomos que había sacado la revista científica “Saberes”. A medida que encontraba posibles soluciones las iba a anotando.


Entre dormir un poco, releer, comer y pensar, estuvo cuatro días con los libros. Sabía que era un poco obsesivo, pero lo aterraba (y ni siquiera se atrevía a pensarla) la posibilidad de que todo eso que estaba haciendo fuera en vano. Cuando por fin acabó la lectura, repasó las escasas ideas que había podido sacar:

*Viajar más rápido que la velocidad de la luz (con un cohete por ahí)

*Construir un Destemporalizador (releer el tomo 5)


Julián no lo podía creer. Desconsolado, se puso a llorar. ¿Cómo iba a hacer para volver? ¿Viviría solo para siempre? Angustiado y extenuado, comió algo y se acostó a dormir para tratar de despejarse y pensar bien al día siguiente. Se tiró en la cama y apagó el velador. Cerró los ojos y sorpresivamente una luz le golpeó el rostro. No había tenido tiempo de reaccionar cuando ya su mamá y su papá estaban abrazándolo llorando y preguntándole a los gritos: “¿Estás bien Juli? ¿A dónde te habías metido hijo? ¿Alguien te secuestró? ¿qué te pasó? ¡Por favor hablanos!”. Él no entendía nada y sólo atinó a contarles que después de cambiar la hora se había encontrado solo en la ciudad.

-Te buscamos por todos lados. Fueron tres meses terribles.- dijo la madre desesperada.

-¿Tres meses?- preguntó Julián como empezando a encontrar la respuesta.

-Sí hijo, hoy es 11 de marzo. Acabamos de retrasar el reloj.

Ahora sí, ya había entendido todo. Julián había vuelto, junto con la hora perdida.