jueves, 13 de enero de 2011

Charla en el Unión

-Son todas iguales. ¡Las minas son todas iguales!

Julio lo decía reforzando la “s”, con bronca, mientras masticaba el pucho que tenía en la boca. Los demás asentían, algunos exagerando el movimiento con la cabeza para demostrar una total convicción en aquella apreciación. Otros, quizás menos dolidos, apenas soltaron un “y sí” mientras observaban sus vasos recién llenos con la sexta cerveza.

Las noches en el Unión eran tradicionales. La gente se acercaba allí por varios motivos, ya sea por los precios bajos, por la música que pasaban o, simplemente, porque era un lugar para encontrarse con conocidos. Y en efecto funcionaba así. Uno salía a hacer lo que fuera, ir a un recital, juntarse a festejar un cumpleaños, jugar al fútbol, caminar por la costanera, ver una obra de teatro, lo que fuera, y después sabía que si caía al Unión, a alguien, a alguien, iba a encontrar. De la facultad, de la secundaria, del barrio, de la murga, siempre a alguien iba a encontrar.

Más aún si, como ese grupo de ex compañeros del Nacional, se solían juntar todos los viernes a la noche a charlar. Por lo general había seis o siete. Una vez, una de las primeras veces en que organizaron para re encontrarse, llegaron a ser quince, pero luego la asistencia fue mermando. Algunos iban un viernes y al otro no. Otros se mandaban siempre. Y por lo general había uno o dos nuevos, que por alguna razón habían decidido sumarse circunstancialmente, pero que luego no repetían. Había algo, eso sí, que restringía el acceso al grupo: las mujeres estaban vedadas. Explícitamente era por una mera cuestión machista, se trataba de una reunión de “los vagos” y por lo tanto no estaban permitidas ex compañeras, amigas, hermanas, novias y, menos aún, esposas. Pero implícitamente, sabían ellos, era más por una cuestión de defensa que por una actitud sectaria: esas reuniones resultaban exquisitas terapias de grupo. Y es que, tarde o temprano, en algún momento de la noche alguien sacaba el tema y entonces comenzaban las anécdotas sobre mujeres. Y luego pasaban horas. Largas horas de discusión, de consejos, de monólogos, de chistes y, de a ratos, desasosiego. Pero aquella noche de fines de enero, uno de esos insoportables días de enero donde la ciudad se asemeja a un horno, llegó a la mesa una historia extraña, inédita, que los dejó a todos pasmados.

Era la una de la mañana. Julio, el Polaco, el Negro y Yiru habían llegado temprano, cerca de las once, y ya habían estado discutiendo largo rato sobre los pormenores de las incorporaciones de Boca y River. Estaban sentados afuera, bien en la puerta. En eso, vieron llegar a Sergio apurado, caminando rápidamente por San Lorenzo. Se paró en la esquina, leyó algo en su celular, giró la cabeza y al hallar a sus amigos sentados, se dirigió rápidamente a sentarse junto a ellos.

-Ehh, Sergio. ¿Cómo va? Tenés una cara de asustado…. - Soltó el Negro, mientras con una mano lo saludaba y con la otra le ofrecía un vaso de cerveza a medio llenar.

-Qué dicen che – arrojó Sergio, jadeante- no saben lo que me pasó.

Su rostro tenía una expresión encendida y, a la vez, perdida. Como con una mezcla de exaltación y temor. Se sentó, tomó un sorbo y después respiró unos segundos. Los demás se miraban.

-¿Qué te pasó boludo? Estás todo transpirado. ¿Viniste corriendo? - dijo Yiru, mientras buscaba con la mirada a la moza para pedirle otro vaso.

-Sí. Vengo de Villa Sarita, cerca del parque Paraguayo.

-¿Y por qué corriendo? – dijo sorprendido Julio, al mismo tiempo que prendía un cigarrillo.

-Es que…

-Pará, no digas nada… Una mina.

-Sí, sí, una mina.

-¿Pero qué pasó? Ya sé. ¿Estabas con la mina, cayó el novio y casi te caga a palos? – dijo impaciente el Polaco.

-No, no.– Sergio se iba tranquilizando- No. Recién me despierto de anoche. - Los otros se miraron mucho más sorprendidos.

-¡Ah bueno! – gritó el Negro- ¡terrible fiesta te mandaste! Ahora tenés que contar.

-¡Qué fiesta! – dijo enfadado Sergio- Ojalá me hubiera enfiestado. Voy al baño y les cuento.

Los demás lo vieron levantarse y caminar para adentro. Al Polaco le pareció ver renguear a Sergio, pero prefirió no decir nada. Ya habían estado tomando bastante y quizás era una ocurrencia suya nomás.

-Bueno, les cuento.

Tras esa oración, los otros se acomodaron en las sillas. Incluso hasta Yiru se puso los anteojos, como en señal de prestar atención.

-Anoche fui al reci de Natural.

-¡El recital de Natural! – dijo el Polaco y se pegó la frente- Cómo me olvidé boludo. Y vos, Julio, ¿no fuiste? Me hubieras avisado.

-No boludo, si te dije que tenía que laburar.

-Ah, sí sí, cierto. ¿Qué tal estuvo, Sergio?

-Muy bueno. Fue ahí, en la casa de Roque. Por Tacuarí derecho. Había mucha gente. Yo estaba con el Flaco, Serafín y Julieta, nos juntamos a morfar algo y después nos mandamos. La cuestión es que en un momento, cuando ya había terminado todo y seguía la joda con música, ví entrar una mina rara, preciosa, que les juro que nunca había visto en ningún lado.

-¿Estaba sola?

-Sí, eso era lo más raro. Eran como las tres de la mañana y cayó sola.

-Bueno, no es tan raro che.

-No, no, ya sé. Pero lo raro es que… - dudó unos segundos, miró a los ojos de sus amigos para hacer su relato más verídico- Les juro que…la mina apareció.

-Y sí, cayó. Andá a saber, por ahí era del barrio y le copó la onda.

-No, no. Lo que digo, es que apareció. Se apareció. De repente, apareció en la puerta, como si se hubiera teletransportado.

Yiru largó una carcajada, el Negro estaba tomando e hizo lo posible para no escupir. Fue entonces Julio quien habló:

-Dale boludo, nosotros acá escuchándote y vos te salís con lo de la teletransportación.

Sergio se puso serio, mucho más serio que de costumbre. Miró a Julio desafiante, enojado, como ofendido por sus palabras.

-No pelotudo, en serio les estoy hablando. Miren, ya sé que suena raro, pero por favor déjenme contar la historia y después ven si me creen o no.

-Está bien, Sergio. – agregó Yirú, con un poco de culpa.— Es que…¿teletransportación?

-Qué se yo. No sé, era una manera de decir. La mina se apareció. Yo veía bien la puerta y en ningún momento caminó por la calle para entrar. Simplemente se apareció.

-Qué raro. – dijo el Negro, con incertidumbre y mirando al Polaco, que parecía pensativo. - ¿Qué onda Polaco? ¿por qué esa cara?

-Nada. Es que estaba pensando. Qué se yo. Acá en Posadas pasan cosas bizarras.

-¿Cómo cosas bizarras?

-Sí, pasan cosas bizarras, sobretodo de noche. ¿No les pasó alguna vez de terminar tomando una birra en un lugar que nada que ver, con gente que nunca se imaginaron que compartirían un espacio?

-Sí. – acotó Julio, reflexivo- Como aquella vez que terminé en Dejá Vú con el chabón de la Muni, el periodista de Canal 6 y la holandesa esa que estaba estudiando Antropología. Les conté, ¿no? Todavía no sé cómo terminamos los cuatro juntos, si ni nos conocíamos.

-Por eso. – agregó el Polaco- Todo el tiempo pasan cosas bizarras en Posadas. No sé. Por ahí lo de la teletransportación…

-Qué se yo. – continuó Sergio, que había escuchado con atención el diálogo entre el Polaco y Julio- A mi me pareció como si se teletransportara. La cagada es que nadie más se percató de eso. Cuando entró, yo me fijé alrededor buscando alguna mirada cómplice, pero todos estaban en la suya. La mina esta estaba buenísima, pero les juro que nunca la había visto.

-¿Cómo era?

--Era preciosa. Morocha, tenía un pelo lacio que le caía hasta los hombros, parecían de seda. Unos ojos verdes impactantes, unas facciones perfectas, sonriente. Tenía una remera azul oscura y una pollera violeta. La chabona me flasheó.

-¿Y qué onda?

-Bueno, estaba como perdida, entró pero se quedó dando vueltas por ahí nomás, en la puerta, evidentemente no conocía a nadie. En un momento giró la cabeza para donde estaba yo y parece que se dio cuenta que la estaba mirando.

-Y sí boludo, si vos seguro te la estabas garchando con la mirada. Más evidente sos…

-¡Y bueno! Te quiero ver a vos frente a ese minón…pero no, en este caso no. La verdad que estaba contemplándola, era demasiado hermosa para ser real. Lo más copado de todo es que cuando se percató de mí, empezó a acercarse sonriente.

-¡Capá’ nomá’! – soltó Yiru, sorprendido.

-Te juro. Vino y me preguntó si se podía sentar al lado mío, yo estaba en un silloncito que había. Por supuesto que le dije que sí y le invité la birra.

-¿Cómo se llamaba?

-Bueno, ahí sigue lo raro. La mina tenía toda la onda, les juro que me tiraba toda la onda. Cuando le pregunté el nombre, me cagó: Yrisheva me dijo.

-¡Cómo? – preguntó el Polaco, totalmente extrañado.

-Sí boludo, Yrisheva se llamaba. Obviamente que le pregunté de qué origen era y me dijo que lituano. O letono, no me acuerdo bien. Lo cierto es que nos quedamos hablando como una hora, re bien. La mina era super simpática. Y, ahora que lo pienso, es raro porque parecía como si el resto de la gente no nos veía. Desde que me puse a hablar con ella, nadie más se acercó, ni siquiera para convidar un vaso, nada.

-Y bueno, te dejaron para que la encares.

-No, no. Porque incluso me acuerdo que en un momento Julieta le preguntó a los chicos “¿y Sergio? ¿a dónde se metió?” y miró para todos lados. Yo le hice un gesto con la mano, pero ella parece no haberlo visto.

-Qué raro.

-Sí, sí. Y eso no es todo. Cuando eran tipo cuatro y media, ya la joda se estaba medio que terminando. Y la piba me dice: “¿no querés venir a mi casa? Ahí tengo un vino sin abrir”.

-¡Weee! – soltó el Negro, sonriente- te apuró todo la mina. Se ve que estaba re caliente la loca. Por favor decime que esta vez no mandaste fruta y aceptaste la invitación.

-Obvio boludo. Y escuchen lo que pasó. Por favor no digan nada hasta que yo termine. Les juro que no estoy inventando. Cuando la mina me tiró esa, obviamente que acepté y le pregunté dónde vivía. Ella me dijo que en Villa Sarita, a una cuadra del Parque Paraguayo. Yo empecé a putear adentro mío porque tendríamos que caminar como media hora. Pero en eso, de la nada, la chabona agarró y me comió la boca. – Los otros se quedaron totalmente perplejos- Les juro que me comió la boca. Fue un beso inolvidable. Fogoso, totalmente fogoso. Sus labios tenían un gusto indescriptible, eran suaves, como una brisa. El aroma de su pelo…¡Ufff!...¡pero acá viene lo más increíble! Obviamente que cuando me zampó el beso, cerré los ojos y le mandé para adelante. Pero cuando terminó, cuando abrí los ojos… ¡ya no estábamos más en la fiesta! – Ahora los rostros de sus amigos mostraban total confusión - Les juro que no estábamos más en la fiesta. Aparecimos en un living chiquito, en un sillón diferente, más alargado, rodeados de sahumerios y envueltos de silencio.

-No jodás. – Dijo Yiru, preocupado.

-Se los juro. Yo no entendía un carajo, se imaginarán. Pero cuando quise preguntarle qué onda, la tipa agarró y me puso el dedo en la boca susurrándome un “shhhh”. Y no pude hablar más. ¡No pude hablar más! Quería decir algo pero no me salían las palabras – Los ojos de Julio estaban abiertos de par en par, evidentemente no entendía nada de lo que Sergio estaba contando y tan sólo escuchaba boquiabierto. Los demás, ya ni siquiera recordaban que tenían los vasos de cerveza llenos- La mina se paró, fue hasta un estante y sacó una botella de vino. Ahí fue cuando descubrí entre nosotros una mesita ratona con dos copas y un destapador. Ella abrió y sirvió. Mirándome con esos dulces ojos verdes, me invitó a beber. Y yo, por supuesto que sin entender ni mierda qué estaba pasando, simplemente bebí. – Hizo una pausa, tomó un trago de cerveza y prosiguió- Después de eso, la tipa se acercó a mí, sonreía, era hermosa. Me dio otro beso y comenzó a sacarse la ropa.

-A la mierda.

-Yo por supuesto que seguía sin entender nada. Por un lado quería saber qué era todo eso, lo del cambio de lugar, lo de mi voz que había desaparecido, todo. Pero por el otro, la tenía a ella, a una mujer extraordinariamente bella, desnudándose y a punto de entregarse. Era como un sueño. Pero les juro que no estaba soñando. Si hasta se me había pasado todo el efecto del alcohol.

-¿Y qué pasó?

-No me lo van a creer. Ella ya estaba completamente desnuda. Era un cuerpo precioso, una piel brillante, con unas tetas carnosas y unas curvas que…¡qué mierda! Yo estaba duro, en todo sentido – Sonrió cómplice a sus amigos, que ni se inmutaron - Y ella empezó a desprenderme los botones de la camisa. – Las caras de los demás empezaron a mostrar ansiedad ante esa historia cada vez más extraña y sensual.- Y en eso, se escuchó un golpe fortísimo, como de una puerta. Por primera vez en la noche, la vi dudar. Sus ojos ya no transmitían pasión sino incertidumbre. Se quedó quieta, oyó a lo lejos y rápidamente se volvió a vestir.

-¡No me digas!

-Te juro. Al instante, escucho otro golpe fuerte y entra por una ventana un tipo de unos cincuenta y pico de años, con pelo tupido, enrulado, negro, una barba larguísima. Era alto, bastante alto. Y flaco. Estaba vestido con algo que parecía una túnica, era raro. Y una cara, ¡una cara! Fruncía el entresejo. El tipo estaba recontra enojado.

-¡Te dije! Era el novio que te venía a cagar a trompadas.

-No, no. No era el novio. Era el padre.

-¿El padre?

-Sí, eso creo. El tipo entró enojado. Y empezó a gritarle a la tipa esta, hablando en un idioma extraño, haciendo gestos exasperados señalando la botella de vino y el sillón.

-¿Y a vos te vio?

-Supongo que sí, pero parece que no me dio mucha importancia. Lo cierto es que ella había cambiado, estaba acongojada, como si se hubiera mandado una cagada. Le dijo algo por lo bajo, también en ese idioma extraño y él se tranquilizó un poco, dio media vuelta y volvió a salir por la ventana. Después, la piba giró hacia mí, dubitativa. Sus ojos parecían esconder lágrimas. Se acercó, y así como estaba, parada, se agachó y me dio otro beso.

-¿Y? – dijeron los otros cuatro al unísono.

-Y ahí me dormí. Y me acabo de despertar, hace un rato, antes de venir para acá. Me desperté y estaba tirado en el sillón, sólo. Vestido. Me levanté y empecé a buscarla, no estaba en el living, así que miré por la ventana, que da a una escalera y un lavadero, pero no la encontré. Grité su nombre varias veces. No saben la alegría que sentí cuando me di cuenta que había recuperado el habla. Pero en un momento volví a escuchar un golpe, como el de la madrugada, y entonces salí rajando.

Los demás se quedaron atónitos. Por varios minutos nadie habló. El Polaco miraba su vaso, perplejo. Julio fumaba. Yiru, el Negro y Sergio, preferían observar la calle. Después de un buen rato, Julio se acomodó como preparándose para decir algo y los demás volvieron a concentrarse en la reunión. Entonces Julio tomó un sorbo de cerveza y habló con voz pausada, mirando hacia la calle y jadeando la cabeza:

-Iguales. Las minas son todas iguales.

miércoles, 21 de abril de 2010

Charla con Daniel Maza

El año pasado el gran bajista uruguayo Daniel Maza visitó Posadas para regalarnos su música junto a unos músicos extraordinarios que lo acompañaron.

En un momento de la tarde, antes de la prueba de sonido, Maza se hizo un tiempito muy gentilmente para nosotros y estuvimos charlando aproximadamente durante cuarenta minutos.

La entrevista entera salió en "Se Nos Cayó el Invitado" (FM Universidad, 98.7 Mhz.), pero aquí les dejo algunos fragmentos.

Claro está, esto no habría sido posible sin la ayuda de los organizadores y, sobretodo, la tremenda buena onda del uruguayo. ¡Una masa!

Audio 1

Audio 2

Audio 3

lunes, 8 de marzo de 2010

Estaba todo fríamente calculado

Estaba todo calculado. Ahora que lo miro con el paso del tiempo, no puedo más que reafirmar que el plan era perfecto. La fuga de la fábrica iba a poder ser posible sin que nos descubrieran, sin perder nada, sin muertos. Pero algo falló, todavía no sé porqué, pero falló. Recuerdo que cuando empecé con la idea de irnos de aquel infierno, los muchachos me miraban raro. ¿Pero qué querían? ¿quedarse trabajando toda la vida en ese lugar horrendo, oscuro, opresor? “Mardinand Company”, me acuerdo patente que se llamaba. Creo que el dueño era alguno de esos gringos que llegaron a finales del siglo XIX. Nosotros éramos pibes, recién salidos de la escuela y sin nada para hacer. Nos habían vendido el cuento de que nos darían casas cerca de la fábrica, que si bien trabajaríamos en doble turno, respetarían los momentos de descanso, que ganaríamos bien, etc., etc. Pero todavía recuerdo el primer día como si fuera ayer, lo tengo guardado en la cabeza y no se me va a ir más. Llegué en colectivo junto con otros tres pibes, tendríamos alrededor de 19 años cada uno. Yo estaba bien empilchado, imagínese, sería mi primer laburo. Al pararnos frente a la entrada, me acuerdo, me recorrió un escalofrío, como avisándome de lo que vendría, pero yo no le di ni pelota. Un tipo alto, de mirada ruda, con voz gruesa, nos recibió y nos hizo pasar. Era un predio enorme, uno entraba y se encontraba con decenas de pequeñas habitaciones a los costados. Primera mentira: no eran casas, sino habitaciones, las que nos darían. Unos metros más adelante, nos topamos con un pequeño edificio de cuyas ventanas salía olor a mate cocido: era el comedor donde todos los obreros desayunaríamos, almorzaríamos y cenaríamos.

Y recién después apareció la fábrica propiamente dicha. Se erigía altiva, amenazante, con una chimenea que emitía un humo espantoso y una fachada desoladora que transmitía soledad. Pero lo que más me impactó fue algo que nunca me hubiese imaginado que podía existir: El Observatorio. Resulta ser que estos tipos, fíjese la maña que se daban para no perder ni un centavo, habían construido una especie de cubículo en la parta alta del interior de la fábrica y desde allí controlaban todo. Yo no sé bien cómo funcionaba, pero la cosa era que uno veía una sombra constantemente, es decir, se sentía controlado todo el tiempo, pero en realidad nunca sabíamos con certeza si había alguien allá arriba. Creo que nunca me voy a olvidar lo que me dijo aquel tipo rudo cuando le pregunté por El Observatorio:

-Usted está aquí para trabajar y nosotros vamos a asegurarnos de que así sea. Nada de lo que haga se nos pasará por alto. Nada.

Y sin más, se retiró.

Al mes y medio ya estábamos podridos, yo y seis muchachos más con los que compartíamos las tareas. Trabajábamos a destajo, nos pagaban miseria y sólo podíamos salir del predio los domingos. Para colmo, en cuanto nos poníamos a charlar un cacho durante el horario de trabajo, pero ojo, no le digo a las 8 de la mañana eh, sino supongasé cerca de las siete de la tarde, después de rompernos el lomo todo el día, bueno, nos poníamos a charlar un poco y se escuchaba por unos altoparlantes una reprimenda al “Sector F”, que era el nuestro y que debería quedarse media hora más. Entonces, nos pusimos de acuerdo con los muchachos y en un momento de recreo fuimos a plantearle al supervisor nuestra situación. Hortensio Morales me acuerdo que se llamaba el tipo. Lo fuimos a ver a su oficina, cuando le caímos nos miró con una cara de culo que mejor nos hubiésemos retirado, pero no, nos quedamos y encima yo tomé la palabra:

-Buenas tardes don Hortensio. Mire, junto a los muchachos queríamos venir a plantearle unas inquietudes. Esperamos no se lo tome a mal.

A decir verdad, el tipo parecía macanudo. Sus primeras palabras nos relajaron un poco:

-Muy bien, tomen asiento. A ver, cuentenmé, ¿qué ocurre?

-Verá. En las últimas semanas hemos estado trabajando más tiempo del que habíamos acordado en el contrato y no nos están pagando esas horas… - en ese momento saltó el Zurdo, al que no le decíamos así por su discurso anarquista, sino porque efectivamente era zurdo, pero en fin, saltó y medio que complicó las cosas:

-¡Sí señor! Y encima ni siquiera nos pagan lo que nos habían prometido en un principio. Al momento de firmar el contrato nos bajaron trescientos pesos el sueldo.

Yo veía que la cara de este Morales de a poco se iba desmacanudizando, digamos. Ya no sonreía como un nabo al menos.

-Además – aportó el Oso Peralta- son bastante rígidos. Con todo este tema de El Observatorio, por ejemplo el otro día fíjese que nos pusimos a charlar dos minutos, para descansar, y ya saltaron como leche hervida diciéndonos que deberíamos quedarnos una hora más.

-Respetar el contrato es lo que quieren –dijo súbitamente este Morales, que parecía macanudo. Parecía. – Muy bien caballeros, ustedes quieren que se les respete el contrato y así será. Pero como supervisor les voy a decir que únicamente se les respetarán las últimas dos cláusulas del mismo.

Nosotros nos empezamos a mirar desorientados. Yo me acuerdo que me le acerqué al Zurdo y en voz baja le pregunté:

-¿De qué está hablando este tipo?

-¡Qué se yo! ¿Vos viste lo que era ese contrato? Era un choclo, yo firmé nomás.

-El contrato, señores, –dijo este hijo de puta con una cara de cínico que me la acuerdo y me retuerce el estómago- tiene 88 puntos. Pero la supervisión ha decidido respetar los últimos dos. Aquí están, léanlos.

Sacó un contrato de un cajón, buscó la última página y se la dio a Ricardo para que la leyera:

-“El abajo firmante acepta que el supervisor correspondiente podrá realizarle alguna modificación a las condiciones laborales anteriormente descriptas, según lo considere conveniente para el bien de la empresa y de la convivencia en el predio.”

-Hijos de puta – largó el Zurdo por lo bajo, pero creo que Morales lo escuchó aunque se hizo el boludo.

-“Por último, el abajo firmante acepta permanecer en el predio trabajando en la fábrica por el término de un año, sin excepción, pudiendo ser duramente castigado en caso de no cumplir con esta condición.”

-¿Qué quiere decir con “duramente castigado”? – preguntó Tato, tan sorprendido como el resto.

-Prisión. – Fue la única respuesta de Morales. Que después siguió informándonos la que nos esperaba por ir a quejarnos. – Ahora bien, su supervisor, es decir yo, ha decidido hacer un pequeño cambio. Viendo que son tan unidos y compañeros, van a compartir la misma habitación.

Nuestra sorpresa fue mayúscula. Éramos una banda y las piesas eran chiquitas, ¿a dónde nos quería meter este tipo?

-Pero, como obviamente las piesas son poco adecuadas, entonces les asignaré el Sector L.

-¿Cómo dijo? – le pregunté preocupado - ¿Ese no es el sector que habilitaron el otro día, al que todavía le faltan las máquinas?

-En efecto, en vez de máquinas van a ir ustedes, allí les pondremos unas camas cuchetas y una mesa, así podrán dormir y comer dentro de la propia fábrica. Ah, y otra cosa, deberán comprender que los domingos también trabajarán, para compensar la inutilización a la que ha pasado a quedar el sector L.

-¡Eso es inhumano e injusto! – dijo el Zurdo con los ojos desorbitados.

-Solamente estoy respetando el contrato, como me lo pidieron. –cerró Morales, que acto seguido se fue, dejándonos solos en la oficina, mirándonos desconsoladamente.

A las dos semanas ya teníamos planeada la fuga. Más que una prisión eso ya parecía una cárcel, así que decidimos que no soportaríamos tal locura. Estaba todo fríamente calculado, como se dice. La decisión del momento de la fuga nos había llevado toda una discusión, algunos decíamos que a la noche sería mejor, pero otros sostenían que lo conveniente era en pleno momento de laburo, cosa de que hubiese mucha gente y mucho alboroto. Pero fue la visión aguda de Tato la que nos permitió definirnos:

-Yo digo que tiene que ser entre las 12.30 y las 12.35. Ese es el momento en que no hay nadie en El Observatorio.

-¿Cómo estás tan seguro? – preguntó en su momento el Tano Ricciotti.

-No sé antes o después, pero seguro que a las 12.30 hay un cambio de personal. Estos días estuve mirando cuidadosamente y justo a esa hora la sombra que vemos allá arriba desaparece unos segundos y después vuelve. Es decir, cambian de persona.

-Pero de persona cambian, igual nos van a ver. – objetó el Zurdo.

-La cosa es que no cambian de persona, sino que ponen un muñeco o algo así. Si se fijan, a las 12.35 también vuelve a desaparecer por unos instantes la sombra.

-¡Qué quilombo Tato! A ver si te explicás mejor. – dijo impaciente el Tano.

-¿Ustedes recuerdan cuando almorzábamos en el comedor? Morales entraba con nosotros y se sentaba en la mesa de supervisores. Pero siempre para las y media se retiraba cuando caía el otro supervisor, Arzubialde.

-Sí, porque no se pueden ni ver. Si todos comentan que entre los dos compiten para ver quién queda mejor parado ante los dueños de la fábrica. – tiró con su voz grave y resonante el Oso.

-No Oso, no. Se pasan la posta de la vigilancia. Yo creo que a las y media Arzubialde pone el muñeco, se va a al comedor y es reemplazado por Morales. Durante esos cinco minutos no hay nadie. Bueno, sí, el muñeco.

El argumento de Tato parecía razonable, pero aún así no teníamos certezas. De todas maneras, decidimos rajarnos al mediodía. La cosa era ¿cómo? Y allí fue donde el Zurdo y el Tano se las ingeniaron para pensarla. Y la pensaron bárbaro: Tato sería el encargado de avisar cuando ponían el muñeco, entonces Ricardo, el Tano y yo nos encargaríamos de juntar todos los bolsos mientras el Oso y el Zurdo salían corriendo rumbo al Sector B, donde estaban las máquinas más grandes con sus cableríos, para generar un cortocircuito y que la fábrica quedase a oscuras. Ahí sería el momento en que nos tomaríamos el raje por una de los ventanales, a donde Tato ya habría puesto la escalera del Sector C. Todo en cinco minutos, era un plan preciso, complicado y nosotros evidentemente estábamos en pedo. Pero qué se nos podía decir, vivir ahí era un infierno y decidimos arriesgarnos. Eso sí, había un detalle fundamental, se tenía que hacer un día de lluvia o muy nublado, cosa de que la luz del día no nos delatara tanto.

Mirá Turco!, llueve como la concha de su madre. El Tata Dios quiere que hoy nos tomemos el raje. – Me dijo sonriente el Oso esa mañana, unas semanas después de que habíamos pautado el plan. La noche anterior habíamos visto la tormenta asomarse, con relámpagos y todo, y habíamos decidido que si llovía, nos escaparíamos. El Zurdo, me acuerdo, ya estaba despierto desde las cinco de la mañana, haciendo como que leía, pero en realidad estaba más nervioso que nunca. Pobre Zurdo. Mientras desayunábamos en la mesita que teníamos, nuestras miradas delataban la complicidad de la fuga, más allá de que hablábamos de boludeces para que no se avivaran.

Llegadas las doce, todos los miramos a Tato, que nos guiñó el ojo y se colocó en una posición, según él, perfecta para ver el relevo en El Observatorio. Esa media hora fue feroz, interminable. Cuando el reloj marcó las y 29, todos volvimos a mirar inquietos a Tata, que de reojo miraba al techo. 12.30: nada. 12.31: ¡nada!

-¿Y Tato? ¿qué carajo pasa? – soltó desesperado por lo bajo Ricardo.

-Nada, qué se yo, no cambian. La puta madre… - dijo transpirando. - ¡Pará, pará! ¡Ahí está! Acabo de ver mover la sombra. Es ahora o nunca.

Y salimos todos corriendo. Yo me acuerdo que largué las herramientas y me fui al sector a buscar los bolsos. Ya habíamos dejado las ropas y algunas cositas medio ordenaditas pero afuera, cosa de poder agarrarlas y meterlas rápido. Al cabo de unos segundos, estábamos los tres con los bolsos listos, el Tano, Ricardo y yo. De pronto se escuchó una explosión y la luz se cortó.

Vamos carajo! –le oí gritar al Zurdo a lo lejos. Pobre Zurdo, habrá sido allí cuando lo agarraron.

Yo no sé lo que pasó, ni qué falló. Todavía me pregunto si fue el Tato el que habló giladas con lo de las sombras, si fue que alguien nos descubrió o si alguien nos buchoneó, cosa esta última que dudo. Lo único que sé es que cuando fuimos hasta el ventanal, la escalera no estaba, ¡no estaba la escalera de mierda! Tato llegó corriendo con una cara de susto que no me olvido más:

-La sacaron de acá. No está la escalera. ¡Justo hoy se la tenían que llevar!

Y nos agarraron a todos. El turro de Morales para ese entonces ya estaba en El Observatorio y al instante llamó a la cana. Nos comimos el resto del año en la comisaría del pueblo por intento de fuga. Después nos largaron, sin nuestras cosas, por supuesto. Quejarnos no pudimos, porque nos habían empaquetado con las dos cláusulas famosas del contrato. A parte éramos pendejos y lo único que queríamos era volver con nuestros viejos. Eso sí, al Zurdo no lo vimos más, pobre Zurdo. Creo que lo hicieron cagar por anarquista, no por zurdo.

viernes, 5 de febrero de 2010

Entrevista a Gillespi

Lo prometido es deuda. En octubre de 2009 Gillespi visitó Posadas y dio un recital espectacular donde nos deleitó con su mágica trompeta, junto a esos tremendos músicos que lo acompañaron.

En aquella ocasión, gracias a su buena onda tuvimos oportunidad de dialogar con él para el programa "Se Nos Cayó el Invitado" (Viernes 20 a 22 hs. por Fm Universidad) y aquí les dejo algunas partes de la charla.

Espero que la disfruten.

¡Abrazo!

http://Magaica.fileave.com/01-Su%20primer%20disco%20y%20el%20humor.mp3

http://Magaica.fileave.com/03-La%20trompeta%20y%20su%20libro.mp3

http://Magaica.fileave.com/04-El%20público%20de%20jazz.mp3

miércoles, 25 de noviembre de 2009

El Impostor (2º premio en la 5º Edición de "La Escritura en Manos de Todos" en la UNaM)

La muerte de Francesco Magiantinni había dejado al barrio sin uno de los mejores bibliotecarios de la ciudad. El “Tano”, como lo conocían todos, era muy querido por la gente que se acercaba a la Biblioteca Ciudadana Arturo Jauretche para sacar algún libro. Muchos decían que incluso nunca leían los ejemplares que tomaban prestados, sino que tan sólo iban ahí para poder escuchar a esa enciclopedia viviente que era el inmigrante calabrés. Francesco sabía todo de todo. Había leído las obras completas de Shakespeare en español e inglés, recordaba el Quijote de memoria, citaba exactamente cada línea del Martín Fierro y aconsejaba cómo interpretar a Borges y a Sábato. No había libro en esa biblioteca que no hubiese pasado antes por la insaciable lectura del más grande de los cinco hermanos Magiantinni. Pero el paso del tiempo es voraz, y a los 78 años el cuerpo dijo basta. Eso sí, murió en su ley: estaba leyendo un libro en su casa cuando tuvo el fatal infarto.

Tras una semana de luto, la Secretaría de Cultura de la ciudad debió designar a un nuevo bibliotecario. La decisión no fue muy difícil, el municipio quería seguir con la línea de contar con personas capacitadas en cada sector y entonces continuó apostando por la pionera y querida familia Magiantinni. Fue así como Orlando Magiantinni, el mayor de los hermanos tras la muerte de Francesco, aceptó sin dudarlo el puesto que otrora ocupara con halagos su difunto pariente. Sin embargo, Orlando no era como el “Tano”. Al contrario…

Decir que Orlando había leído tan sólo diez libros en toda su vida quizás era exagerar. No habían sido sólo diez como algunos arriesgaban sin fundamentos, sino tan sólo nueve. A decir verdad, sus amigos dudaban incluso que alguna vez hubiese escuchado esa palabra. No obstante, ya con sus hijos ocupándose del almacén, Orlando estaba más tranquilo y aceptó ayudar ad honorem a la ciudad y de paso honrar la memoria de su hermano; que seguramente se estaría revolcando en su tumba tras enterarse de la designación.

Así fue como el anciano que creía que Gabriel García Márquez era un actor latino de Hollywood, comenzó a trabajar en la biblioteca. Eso sí, orgulloso como pocos, Orlando jamás iba a reconocer su ignorancia. Así pues, y para esconder su vagas nociones de la literatura, a cada persona que regresaba para devolver un libro lo miraba altivo, desafiante, sonreía burlonamente y disparaba: “Y dígame González, ¿usted qué entendió de “Como Agua para Chocolate”?, ¿a ver si lo leyó bien?”, “Escúcheme joven Polski, comprenda que Cortázar no es para cualquiera vio, ¿cuénteme qué le pareció?”; y luego se quedaba mirando fijamente y escuchaba una y cada una de las síntesis que los lectores le hacían de los libros que él jamás había sospechado siquiera que existían. De esta forma, bajo el disfraz del profesor sabio que evalúa a sus pupilos, Orlando conseguía tener alguna pista de cada historia, para luego fanfarronear frente a un futuro prestatario haciéndole una “breve y austera sinopsis, mi amigo. Pues comprenderá que no puedo hacerlo todo por usted, ahora es tiempo de que lo lleve y lo lea”. Entonces quedaba por un lado como el gran conocedor que corrige lecturas ajenas, y por el otro como un erudito que guía a los novatos; aunque seguía siendo el mismo ignorante.

Su mayor despliegue de sabiduría lo hizo una tarde de sábado, cuando un hombre de unos cuarenta años se acercó a la biblioteca proveniente de la otra punta de la ciudad. El sujeto, que parecía conmovido al ver tan inmensos estantes repletos de libros, se acercó dubitativo al anciano y se dirigió a él con una voz apagada:

-Buenas tardes don. Ando buscando algún libro de Humberto Zicbaum. ¿Tienen alguno acá?

Orlando intuyó que era su oportunidad. El recién llegado probablemente fuera otro de esos a los que les pica la curiosidad de la lectura de vez en cuando, y por lo tanto sería una fácil presa para su simulado dominio de la literatura. Tras la pregunta no respondió con palabras, sino que hizo un gesto con la palma de la mano y escribió “Humberto Zicbaum” en la computadora. Desde ya que no tenía idea de quién se trataba, pero recordaba que algunas semanas atrás alguien le había devuelto un ejemplar. En efecto, cuando leyó el listado de quince novelas en la pantalla reconoció en “Amadora” al texto del cual había escuchado hablar hacía poco. Entonces sí, desplazó unos centímetros sus anteojos por el tabique de la nariz y miró al visitante por la hendidura que se formaba sobre sus ojos:

-Quince novelas joven, quince. Aquí la biblioteca del pueblo se enriquece, no como en otras partes. Dígame, ¿qué anda buscando?

-Bueno, mire. Yo no soy de leer mucho, más bien es poco. Y un amigo me recomendó que buscara algo de ese tal Zicbaum. ¿Usted me podría dar alguna referencia?

Fueron palabras mágicas. Orlando dejó escapar una sonrisa burlona, bebió un sorbo del café que reposaba a su lado y empezó a recordar lo que le habían contado de Zicbaum. Su memoria no fallaba, eso sí era de elogiar. Recordaba muy bien que “Amadora” había sido devuelto por un chico de unos 20 años al que no le había gustado mucho, lo cual lo llevó a iniciar una descripción un tanto despectiva del autor en cuestión.

-Verá joven. Su amigo tendrá su opinión y no la desmerezco. Sin embargo, como usted sabrá mi familia ha sido desde siempre muy apegada a la lectura y por lo tanto creo que coincidirá usted en que puedo llegar a darle una visión un tanto más profunda sobre Zicbaum.

-Bueno, ehh… Mi amigo lee bastante, y la verdad que yo confió en él.

-Por supuesto, por supuesto. No lo pongo en discusión. Hace falta gente como su amigo que se interese por difundir la lectura. Pero permítame decirle que tal vez él tenga un gusto particular que no sea el más común. Quiero decir, Zicbaum no es un gran escritor ni mucho menos.

-¿En serio?

-Pues claro hombre. Es uno de los tantos escritores mediocres de nuestro país, esos que se recuestan en la rica historia literaria de nuestra nación para sacar provecho con novelas berretas, bastante estúpidas, y desde ya intrascendentes.

-Bueno, jeje, me parece que me equivoqué de autor entonces…

-Probablemente, pero no se deprima amigo. Si bien dudo que yo esté errado, modestamente se lo digo, no puedo negarme a prestarle uno de los pocos libros de Zicbaum que vale la pena leer.

-¿Ah sí? Mire que yo le creo y la verdad que quiero leer algo bueno.

-Ya lo sé. Pero bueno, mire, le voy a prestar “Amadora”, que fue la tercera novela de Zicbaum y la que más repercusión tuvo.

-Ah, buenísimo. ¿De qué se trata?

-Está ambientada en el siglo XIX. Es acerca de una joven andaluza que se enamora de un estudiante irlandés y se embarca junto a su amado rumbo a América, donde buscarán formar una familia. Es una trama sinceramente poco novedosa, pero es agradable.

-Entonces, ¿usted dice que la lea?

-Claro que sí, anímese. Empiece por esa novela y después vaya subiendo de nivel.

-Está bien, me lo llevo.

Orlando había logrado una vez más su cometido. El sujeto lo había escuchado con una atención extraordinaria, como el alumno que aprende de un maestro. El anciano bibliotecario había sacado a pasear sus conocimientos y le había dado una breve lección sobre Humberto Zicbaum, así como lo podría haber hecho sobre Dickens, Stroker, Coelho o Eloy Martínez. Sólo bastaba que su inexperto aprendiz se llevara “Amadora”.

-Bueno, mire. Como es la primera vez que va a sacar un libro de aquí, voy a hacerle una ficha así ya queda registrado para otras ocasiones. Primero dígame, ¿cómo se llama?

El entierro fue dos días después. El infarto había sido tan feroz como con su hermano Francesco. Para ese entonces, ya toda la ciudad hablaba de cómo Orlando Magiantinni había muerto al escuchar el nombre del aquel sujeto curioso que había ido a la biblioteca preguntando por Humberto Zicbaum: el propio Humberto Zicbaum.