Hosco, el Almirante Espinoza dejó caer las cenizas del cigarrillo sobre el pasto, en un gesto que acompañó el primer sorbo de mate. Sentado en su reposera verde, con la seriedad que lo había caracterizado durante los 69 años de su vida, el otrora eximio representante de las Fuerzas Armadas argentinas, ahora ya retirado, comenzaba su tradicional ritual de las siete de la tarde. Con la mirada fija en el potrero de enfrente, sus ojos negros, densos como la oscuridad, transmitían la esencia de un ser rudo, valiente, inquebrantable, de pocas palabras. De fondo, como en su época de juventud en Corrientes, un chamamé en la radio. De Isaco, probablemente. El sonido llegaba desde el interior de la casa, trayendo la melodía preciosa del acordeón. El chamamé, una de las pocas cosas que alguna vez habían conmovido al recio Juan Ramón Espinoza, se escurría por entre las paredes del hogar y llegaba hasta sus oídos para deleitarlo como siempre. Pero de repente, la melodía fue interrumpida por una voz aguda, joven, que también provenía de adentro, pero que cada vez se hacía más cercana:
-¡Papáaa!
Era María Inés, su hija. Voluptuosa, con sus 20 años recién cumplidos, se asomó a la puerta con el aire adolescente de quien transita por la etapa del aprendizaje, el crecimiento y la búsqueda de la vida. El Almirante tuvo a su primera (y única) hija ya en una edad poco frecuente por estos tiempos. Es que se había brindado por entero a
-Decime.
-Papi, ¿a qué hora jugaba Boca?
Inteligente, María Inés sabía que para pedirle algo a su padre, primero tenía que entrarle por un lugar que lo ablandara de alguna forma. El Almirante conocía esa treta, por lo que ni se molestó en aclararle que no era a Boca, sino a Estudiantes, a quien vería esa noche y tan sólo interrogó con rudeza:
-¿Qué querés?
Su hija estaba nerviosa. Podía notarse por cómo se movía, cómo gesticulaba y, sobretodo, por cómo balbuceaba:
-Pa, yo…yo…bueno… quería pedirte algo. Si no es molestia, ¡obvio!
Hasta ese momento, el Almirante había permanecido observando a la gurisada que jugaba en el potrero. María Inés comprendió, entonces, que el hecho de que ahora él dirigiese la mirada hacia ella era el indicio de una cierta aprobación. O por lo menos, un señal para que siguiera hablando.
-En seguida está por llegar… un ratito nomás eh, no se queda a comer como el otro día, ¡je! Está por venir Agustín.
Inerte, el rostro del Almirante Espinoza permaneció seco. Pero por dentro, una corriente de aire caliente lo recubrió de una sensación de enfado. Agustín era, desde hacía cuatro meses, el novio de María Inés. Ya ese hecho lo convertía automáticamente en enemigo público de Espinoza. Para empeorar la situación, el simpático joven no respondía a los cánones que el Almirante había programado para su hija. Por empezar, usaba barba, se dejaba el pelo largo y mostraba orgulloso su tatuaje de Charly García. Encima, decía estudiar Comunicación Social; aunque a su casa siempre lo veía llegar con una guitarra, no con libros. Espinoza aún recordaba indignado aquellas primeras tardes en que al irse el por entonces “pretendiente” de su hija, soltaba sus mejores argumentos para evitar la catástrofe que se avecinaba, y no recibía mayor respuesta que un insulto de su hija y unas tibias palabras por parte de su esposa, quien no parecía comprender la gravedad del asunto: “Juan, dejate de jorobar, María Inés ya es grande”. Seguramente, ese “rarito” (y, sospechaba, también “subversivo”) pretendería una vez más robarle a su hija para llevarla a alguna fiesta o vaya a saber qué diablos.
-Bueno, y…Agus te quiere pedir… bah, en realidad los dos, pero él te va a poder explicar bien.
-Hasta las 5.
-¿Qué? No…je…no. No vamos a salir hoy. Ya te dije que viene un ratito nomás. Él quiere hablar con vos. Yo le dije que hable con vos.
Tiró el cigarrillo. También dio por terminado el mate. El Almirante no podía imaginarse qué se tramaban esos dos, y cada vez se enfurecía más. Aunque por fuera era imposible notarlo, ya que su rigidez persistía.
-Sí, pa. Es que queremos ir a Ituzaingó este finde y…
-¡Buenas!
Sonriente, Agustín acababa de llegar en bici y, como no podía ser de otra manera, con la guitarra colgada en la espalda. Besó a María Inés y luego, con menos efusividad, extendió la mano para saludar al Almirante.
-Buenas tardes don Juan.
Silencioso, el Almirante le estrechó la mano. El joven observó un gesto que María Inés le hizo con las manos y, amablemente, empezó a hablar:
-¿Cómo andá? Bueno… estemm… creo que María Inés ya le adelantó algo – ella asintió con la cabeza y él siguió – Bien, con ella, tenemos ganas de irnos a Ituzaingó este fin de semana.
-Como cuando se fueron a Candelaria.
La voz del Almirante sonaba cada vez más hermética. El viaje a Candelaria con el consentimiento unilateral de la madre, unas semanas atrás, le había producido una descomposición estomacal por culpa de la bronca. La idea de que nuevamente se fuesen a otra ciudad y, en este caso peor aún, a otra provincia, lo comenzaba a enojar más y más.
-Sí, sí, pero como la otra vez, volvemos el domingo a la tardecita. No se preocupe, allá tengo unos tíos.
Espinoza sabía que, por más resistencia que pusiera, sería en vano puesto que allí estaría la madre nuevamente para consentir a su hija; por lo tanto no hizo más que preguntar:
-¿Cuánto dinero querés María Inés?
Esa frase exaltó a los novios. Ambos dieron un paso atrás casi al unísono. Ella sonrió con nerviosismo, él habló con una voz cambiada, con cierto temblor.
-No…no, por la plata no se preocupe. Mis tíos nos invitaron.
-Pero tienen que viajar.
El cruce de miradas entre los novios denotaba horror. Por alguna razón esos chicos, en ese momento, tenían miedo. No era para menos: por primera vez en su vida, María Inés estaba a punto de pedirle prestado el auto a su padre. En realidad, el encargado de pedírselo era Agustín:
-De eso justamente queríamos hablarle. Mire, no nos molestamos si nos dice que no, pero eso sí supondría que entráramos en gastos y estamos a fin de mes. Lo que vengo a pedirle… bueno, lo que queremos pedirle… es… bueno, usted sabe que yo sé manejar. Y bueno, nosotros… ¿podemos llevar su auto?
Silencio. Silencio absoluto. El Almirante bajó la mirada. Habló:
-Repetí.
-¿Qué?
-Que repitas lo que me pediste.
-Ehh… el auto.
Y se paró. Como impulsado por un resorte, estalló en sí el Almirante. Los ojos aterrados de su hija seguían desesperadamente los movimientos de sus brazos al hablar. Agustín, deseando estar muerto, sólo podía oír:
-¡¡Ustedes están locos!! Que les preste el auto… ¿pero son pelotudos o se hacen? ¡¡Qué increíble!! Se creen que soy boludo. Un viejo choto, eso se creen, no cierto. Un viejo choto que les va a prestar el auto de puro viejo choto nomás.
-No papá, no…
-¡No las pelotas! Me tienen podrido vos, tu noviecito hippie y su guitarra.
-¡Papá!
-Don Juan, –desolado, Agustín intentaba calmar el tifón – por favor, no queremos que se ponga así…
En eso, María Teresa, que había escuchado los gritos desde la cocina, salió a ver qué ocurría:
-¡Juannn!! ¿Por qué les estás gritando a los chicos?
-¡¡Quieren que les dé el auto para irse a Ituzaingó!! ¡están locos!
Madre e hija se cruzaron las miradas. El Almirante entendió pronto:
-¡Y vos sabías que me lo iban a pedir! No me dijiste nada. Qué bárbaro ¡Me toman por pelotudo!
-Juan, no te pongas así. Te va a hacer mal. ¿Cuál es el problema de que les prestes el auto? Si no nosotros no lo vamos a usar este fin de semana. Aparte Agustín sabe manejar, es responsable.
-¡Responsable las pelotas! Miralo María Teresa, ¡la pinta! Barba, tatuaje, la guitarra esa con la que toca esa música rara que escucha.
-Chamamé.
-¿Qué?
-Digo, don Juan, toco chamamé en el grupo de mi viejo. No rock, que también escucho, claro.
-¡No me interesa lo que mierdas hagas! Ni vos, ni mi hija, ni el pomberito ni magoya van a usar mi auto.
-Pero Juan.
-Pero papá.
-Laburen si quieren uno… la que los parió.
-¡Juan!
Era imposible. La ira lo quemaba por dentro y por fuera. Estaba sacado. El Almirante no concebía el pedido. Era una locura. Pegó un soplido de bronca y se metió a la casa golpeando la puerta. Afuera, quedaron los otros tres perplejos.
-Yo realmente pensé, hija, que tu padre estaba menos loco. Es un celoso, Agus, no te sientas mal.
-Está bien doña María Teresa, ya me resigné. Quédese tranquila.
-Pero cómo puede ser mamá. Si ni usa el auto.
-Ya sabés cómo es…
De repente, la puerta se abrió. Los tres volvieron a callarse. Mudo, serio, el Almirante se dirigió hasta Agustín y se paró frente a él. Las mujeres temieron lo peor, por supuesto también el novio, y los gurises de enfrente, que habían encontrado en la discusión mejor diversión ante la caída del sol y el consecuente oscurecimiento del potrero. Agustín cerró los ojos, preparado para recibir el golpe. El Almirante respiró hondo, cerró el puño derecho, luego lo volvió a abrir. Tenía, entre sus dedos, unas llaves:
-El domingo a la tardecita mi hija tiene que estar de vuelta.
Y se fue. Todos, incluso los gurises, se quedaron totalmente desconcertados. Las llaves eran las del auto. Finalmente, el Almirante había accedido. Pero ¿cómo?, ¿por qué? Era totalmente inesperado. María Teresa entró corriendo a la casa, quería una respuesta a tan extraño cambio en su marido. Él, sentado frente al televisor, dispuesto a ver a Estudiantes, la vio venir por el espejo del living y sólo dijo bruscamente.
-Chamamé, María Teresa, el chico toca chamamé.
3 comentarios:
Hola Marcos!! me encanto esta historia! y pido permiso para publicarla en www.corrienteschamame.com, escribime a contrataciones@arnet.com.ar te felicito por la idea, muy nuestra y muy buena. espero tu respuesta!
Silovia Muñoz Velcheff Fundacion Chamamé
Qué grande marquito!! la verdá que me sorpenden mucho tus cuentos, aquella tarde, sentados frente a la casita me era muy extraño concebir que un cuento comience con hosco. Pero lo hiciste. Escribís muy bien mi amigo, tendrías que explotarlo...
Voy a hacer circular tu cuento, lo vale.
Te quiero mucho...
Marcos! ya está publicado tu cuento en www.corrienteschamame.com !! traté de comunicártelo pero parece que tu mail...no funka!
saludos
silvia
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