Cerré la puerta con cuidado, no sin antes revisar la oscuridad del corredor. Estaba silencioso, quieto, nada raro había sucedido desde que el ascensor se había alejado. Eso me tranquilizó. Yo estaba tenso, preocupado, incluso hasta recuerdo haber temblado en algún instante. “Son mitos, no hay que hacerles mucho caso” me dije a mí mismo como para calmarme, pero internamente aún tenía el temor a lo desconocido. Esa noche, presentía, no habría de ser igual a todas.
Hace dos años que tengo un programa de radio a la madrugada. Allí comparto con los oyentes la lectura de diferentes textos, entrevisto a diversas personas y, por sobre todas las cosas, intento hacer amena la trasnoche con música. Lo bueno es que se creó un agradable ida y vuelta con aquellos que me escuchan, me conocen y muchas veces recibo atenciones que me llenan de alegría. Saben, principalmente, que adoro el jazz. Aquel jueves parecía ser una de esas lindas oportunidades en las que un aficionado había venido a la radio para traerme un regalo. Pero en este caso, todo estaba teñido de misterio. A diferencia de los otros, este visitante no entró a la emisora para dármelo, sino que me esperó en la puerta y, a la salida, me sorprendió cuando yo estaba cerrándome la campera y acomodándome la bufanda antes de partir rumbo a mi casa. “Martínez”, me llamó con una voz seca. Yo giré un tanto desconcertado, no es común que alguien quiera hablar con uno en la calle a las tres de la mañana. El sujeto, de unos cincuenta años, estaba tan abrigado como lo exigía el crudo invierno que azotaba Posadas. Al principio se mostró un poco nervioso al hablar, pero luego se fue calmando, mientras yo lo escuchaba atento:
-Martínez, que bueno encontrarlo. Bah, sabía que lo encontraría. Me llamo Alberto Echenique, soy de Garupá, lo escucho siempre, ¿sabe?
-Bueno, se lo agradezco.
-Sí, mire, yo quería hacerle un obsequio. Como sé que le gusta mucho el jazz y yo tengo este casette hace rato en mi casa, era de mi padre en realidad, se lo vengo a regalar. Yo no escucho esa música, ¿vio?
En ese momento, sacó de un bolsillo de su sobretodo una cajita que, deduje, contenía el casette del que hablaba. Obviamente, se lo agradecí.
-Muchas gracias. Pero no se hubiese molestado. Digo, con este frío, a esta hora.
Echenique se volvió a poner intranquilo. Me miró con el rostro rígido, serio, y prosiguió en un tono diferente, hermético, como quien dice algo que no quiere decir:
-Sí, sí, pero hay algo que debo advertirle. Yo no me hago responsable por lo que pueda escuchar en esta cinta. O… peor aún… por lo que le pueda suceder.
-¿Qué quiere decir? – le pregunté desconcertado, un tanto incómodo.
-¿Escuchó hablar alguna vez de Freddy Mordock?
-No, la verdad que no tengo idea de quién se trata.
-Bueno, se lo voy a contar. Trate de creerme, esto no es un chiste. Si lo esperé aquí afuera, es porque el asunto no es tan sencillo como para que todos dentro de la emisora se enteren.
-No me asuste, Echenique.
-No lo asusto, sólo le advierto. Freddy Mordock fue un saxofonista de jazz desconocido, contemporáneo de Charlie Parker, Dizzy Gillespie, etc. Este casette contiene las únicas grabaciones que se han registrado de él.
-Ah, mire usted qué interesante. Bueno, pero si usted lo dice por los derechos de autor…
-No. Déjeme terminar. Probablemente Mordock hubiese sido reconocido de no haberse muerto tan pronto en un accidente automovilístico bastante extraño. Pero de hecho, contribuyó enormemente a la historia del jazz, aunque nadie lo sepa. Fue, quizás, más importante aún que muchos de los artistas que conocemos.
-No puedo imaginarme porqué lo dice…
-Es que… Mordock frecuentaba a algunas brujas, o videntes o como quiera llamarles, esas que tiran las cartas, leen las bolas de cristal, etc. Era bastante místico. Y, créame lo que le voy a decir, él tuvo un papel fundamental en la historia del jazz: fue quien le presentó el diablo a Charlie Parker. No se trató de ninguna epifanía.
Yo no supe reconocer si se trataba de una broma o si hablaba en serio. La historia de Charlie Parker es conocida, se dice que fue a partir de una epifanía que él llegó a ser lo que fue, una gloria del jazz. Pero nunca se comentó en qué circunstancias, y ahora aquella historia parecía rebatida por la teoría de un pacto con el diablo. Incluso, al parecer, según este extraño visitante, ese tal Freddy Mordock había sido el nexo. Pero, ¿sería eso posible?
-¿Está hablando en serio? Mire, lo de Charly Parker es un mito. Uno puede creer o no. Pero no sé. Esto de Mordock me suena raro.
-Se que no es algo que pudiera esperarse, Martínez. Lo entiendo. Le termino de contar la historia. Mordock, se dice, había hecho contacto con el diablo en muchas ocasiones, incluso aquella en que se lo presentó a Parker. Lo cierto, es que murió habiendo grabado únicamente un par de temas. Por alguna extraña razón, la cinta que contenía el registro de esas melodías se perdió por años, nadie podía encontrarlas. Hasta algunos sugieren que el propio Parker las buscó en varios lugares, sin fortuna. Hasta que aparentemente a mediados de los ’70 alguien halló la cinta en el sótano de una casa abandonada en Michigan y la pasó a un casette. A este casette.
-¿Usted quiere decir que ese casette contiene la copia directa de la grabación original de Mordock?
-No solo eso. Este casette es la única copia. Es la única prueba de que Mordock existió.
-Y dígame, ¿cómo llegó a sus manos?
-Mi padre vivió varios años en Michigan cuando era joven. Como le gustaba esta música, se hizo amigo del conductor de un programa radial de jazz y él fue quien le regaló el casette.
-A ver, hay algo que no encaja. ¿Un conductor radial decidió regalar la única prueba de la existencia de un hombre clave para la historia de un género musical?
-En realidad, el conductor literalmente se deshizo del casette. Sí, como lo oye. Le dijo a mi padre que lo había intentado escuchar una vez pero que cosas extrañas habían comenzado a suceder a su alrededor y desde allí nunca más había vuelto a tocarlo.
-¿Y entonces?
-Como mi padre se rió de esa historia, él le regaló el casette pero le dijo que lo escuche a solas. Mi papá, escéptico, aceptó.
-¿Y su padre lo escuchó?
-Esta es la parte más tenebrosa. Esa misma noche, mi papá volvió a la habitación que estaba alquilando y se dispuso a oír el casette. Ni bien le dio play al equipo de música, hubo un estruendo que lo hizo volar contra una pared y golpearse fuertemente la cabeza. Estuvo dos días inconciente, al despertar, se había quedado sordo.
El relato de Echenique me estremeció. A esta altura, ya no sabía si creerle o no.
-¿Y usted nunca intentó escuchar el casette?
-No. Aún no sé porqué mi papá lo guardó. Cuando me contó la historia, no dudé en proponerme que jamás lo escucharía.
-¿Y por qué me lo trae?
-Primero, porque en mi casa es un desperdicio, nadie lo va a oír nunca. Segundo, porque con el paso de los años comencé a descreer que hubiese habido alguna conexión entre el estallido y el casette. Al parecer el destino había querido que el play coincidiera con la explosión de una garrafa de gas a unas pocas cuadras de la habitación que alquilaba mi padre. No sé, además, se que a usted le gusta el jazz y me parece que es un material que puede serle muy útil.
-Sin embargo….
-Sin embargo preferí advertirle. Ya lo dicen “nunca ví una bruja, pero que las hay, las hay”.
Después de haber dicho eso, me dió el paquete, me abrazó y se fue sin mencionar una palabra. Yo quedé solo, en el frío, y con muchísima curiosidad.
Empañado, el vidrio de la ventana devolvía un frío cortante. Corrí la cortina y empecé a calentar agua en una pava. Suelo hacer eso para dormirme después de hacer el programa, preparo un café y me recuesto en el sillón a escuchar algún cd hasta que el sueño me atrape. En esa ocasión, no obstante, estaba más despierto que lo de costumbre. Claro, me encontraba alterado por la historia que había oído y ansioso por poner el casette.
Cuando el agua estuvo lista, disolví los granos, los revolví con una cuchara y les puse un poco de azúcar. El primer sorbo encendió mis músculos desde adentro hacia fuera. Un escalofrío me hizo comprender que el calor de la bebida comenzaba a revivirme tras la helada noche del exterior. Ya no había más que hacer, solo quedaba poner el casette.
Dejé la taza en el respaldo del sillón. Abrí la caja y saqué el obsequio. Antes de introducirlo, tuve que soplar la casettera para desempolvarla, hacía tiempo que no la usaba. Luego, sí, procedí a acomodar el regalo allí dentro. Dudé unos instantes antes de dar play, otro escalofrío me recorrió, pero esta vez no de frío, sino de miedo. Temeroso, respiré hondo y apreté el botón. Luego, con rapidez, me senté en el sillón y abracé la taza, como si fuera un talismán para protegerme de vaya a saber uno qué. Primero, como dormidos, se escucharon los crujidos de la cinta, confirmando que efectivamente el sonido original provenía de un disco. Luego, a lo lejos, una batería comenzó a desandar la canción. Y después, el saxofón. Una melodía encantadora comenzó a ascender al mismo tiempo que los últimos sorbos de café bajaban por mi cuerpo.
Estaba escuchando algo maravilloso y ya no me sentía despierto, sino todo lo contrario. En algún momento habré cerrado los ojos. Frente a mí solo había oscuridad y mi alma parecía estar librada a una marea sonora que la envolvía y la mecía con suavidad. Aquella era una de las sensaciones más encantadoras que jamás había vivido. Sonreía, creo recordar, como si el mundo hubiese acabado y yo hubiese llegado al paraíso.
Hasta que un golpe en la puerta me devolvió al sillón. Dejé la taza en el suelo, me levanté y me detuve observando a lo lejos aquel lugar desde el cual había llegado el golpe. ¡Toc, toc! Nuevamente. ¿A esa hora?, ¿con ese frío?, ¿quién podría ser? Vacilé en preguntar, pero algo me decía que sería en vano. Sin embargo, lo hice. “¿Quién es?”, nada. De repente, como avisándome de algo, el sonido del saxo se volvió más violento, veloz, fuerte. La melodía se transformó en una música galopante que parecía empujarme hacia la puerta. Mientras más me acercaba, más fuerte la oía. Otro escalofrío. Algo raro estaba sucediendo. Junté coraje, tomé el picaporte y abrí. ¡Toc! Otro golpe, pero esta vez detrás mío. Adelante, tenía la misma oscuridad con la cual había dejado al pasillo; a mis espaldas, se había hecho el silencio. Aún nervioso, me asomé al corredor y no ví a nadie ni a nada. Cerré la puerta y fui hasta el equipo de música. Cuando miré bien, me percaté de que el lado A del casette había terminado y ese había sido el origen del último golpe: había saltado el botón de play.
Di vuelta la cinta y continué escuchando. Otra vez la melodía, otra vez la paz interior y la sensación paradisíaca de no estar allí donde estaba. Tal era la felicidad que me envolvía, que de repente empecé a sentirme volando, como alejándome hacia el más allá. Fue un silencio, un breve silencio antes que la melodía continuase, el que me hizo darme cuenta de que algo no andaba bien. En ese breve lapso, de algunos segundos, sentir haber vuelto a la habitación pero de una forma extraña, rígida, inmóvil. Alertado, cuando continuó el saxo intenté prestarle más atención a lo que me estaba ocurriendo. Y allí me aterré. Me percaté de que no sentía las piernas, tampoco los brazos, tampoco los dedos. Y aún peor, empecé a asfixiarme. Sólo ahí me di cuenta realmente de lo que estaba sucediendo: me estaba muriendo. Desesperado, quería detener el casette pero no podía moverme, ni siquiera para taparme los oídos. Era una situación horriblemente preciosa, la melodía más maravillosa del mundo estaba matándome. Intenté gritar, pero no podía abrir la boca.
Flotaba. Flotaba. Huía de la vida, para no volver más. Felicidad, dolor, tristeza, pánico. En ese momento, lo único que me quedaba era la certeza de que ya no había vuelta atrás. Y el frío parecía haber sorteado la ventana y las cortinas, el tibio café había quedado en el pasado. Estaba muerto, qué espantosa realidad. Pero aún hubo tiempo para un último golpe. Y abrí los ojos, empapado en sudor. Temblando, probé mover los dedos y ellos respondieron. Abatido por el miedo, totalmente desconcertado, me dirigí hacia el equipo de música. Había terminado el lado B del casette. Cuando quise abrir la casettera, sentí una especie de descarga eléctrica y retrocedí. Se abrió el compartimiento pero allí adentro ya no había un casette, sino un papel arrugado. Sorprendido, lo tomé. Tenía algo escrito: “Si fue verdad, nunca lo sabrás”.
Creo que me quedé parado por media hora sin emitir sonido, absorto, observando el papel. ¿Qué había ocurrido? Aún estremecido, me dije que lo mejor sería irme a dormir. Hice un bollo con el papel y lo quemé en el mismo fuego con el cual calenté el agua para un segundo café. Luego de tomarlo, me recosté en el sillón, esta vez sin poner ningún cd. Antes de quedarme dormido, creí oír a alguien en el pasillo, detrás de la puerta. Me pareció escucharlo riéndose.
3 comentarios:
Qué bueno Marquitos! Me gustó mucho la historia...
Buenísimo, como para hacer un corto.
Me acomodé como pude frente a la pantalla y cuando advertí que la lectura venía en clave de jazz, para acompañarla encontré All the things you are en la sublime versión de Charlie Parker. Pensé que sería un correcto soundtrack de este cuento que en algo evoca a "El perseguidor", narración que en otros tiempos me facilitó alguna conquista, y que quizás por ello aún sigo releyendo.
Marcos, Aquella noche fría es un buen relato y resta saber si Freddy Mordock te acercará alguna mujer con quién compartir el tercer café y esas otras cosas que dan sentido a nuestras vidas.
Miguel R. (otro antiparsoniano)
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