miércoles, 25 de noviembre de 2009

El Impostor (2º premio en la 5º Edición de "La Escritura en Manos de Todos" en la UNaM)

La muerte de Francesco Magiantinni había dejado al barrio sin uno de los mejores bibliotecarios de la ciudad. El “Tano”, como lo conocían todos, era muy querido por la gente que se acercaba a la Biblioteca Ciudadana Arturo Jauretche para sacar algún libro. Muchos decían que incluso nunca leían los ejemplares que tomaban prestados, sino que tan sólo iban ahí para poder escuchar a esa enciclopedia viviente que era el inmigrante calabrés. Francesco sabía todo de todo. Había leído las obras completas de Shakespeare en español e inglés, recordaba el Quijote de memoria, citaba exactamente cada línea del Martín Fierro y aconsejaba cómo interpretar a Borges y a Sábato. No había libro en esa biblioteca que no hubiese pasado antes por la insaciable lectura del más grande de los cinco hermanos Magiantinni. Pero el paso del tiempo es voraz, y a los 78 años el cuerpo dijo basta. Eso sí, murió en su ley: estaba leyendo un libro en su casa cuando tuvo el fatal infarto.

Tras una semana de luto, la Secretaría de Cultura de la ciudad debió designar a un nuevo bibliotecario. La decisión no fue muy difícil, el municipio quería seguir con la línea de contar con personas capacitadas en cada sector y entonces continuó apostando por la pionera y querida familia Magiantinni. Fue así como Orlando Magiantinni, el mayor de los hermanos tras la muerte de Francesco, aceptó sin dudarlo el puesto que otrora ocupara con halagos su difunto pariente. Sin embargo, Orlando no era como el “Tano”. Al contrario…

Decir que Orlando había leído tan sólo diez libros en toda su vida quizás era exagerar. No habían sido sólo diez como algunos arriesgaban sin fundamentos, sino tan sólo nueve. A decir verdad, sus amigos dudaban incluso que alguna vez hubiese escuchado esa palabra. No obstante, ya con sus hijos ocupándose del almacén, Orlando estaba más tranquilo y aceptó ayudar ad honorem a la ciudad y de paso honrar la memoria de su hermano; que seguramente se estaría revolcando en su tumba tras enterarse de la designación.

Así fue como el anciano que creía que Gabriel García Márquez era un actor latino de Hollywood, comenzó a trabajar en la biblioteca. Eso sí, orgulloso como pocos, Orlando jamás iba a reconocer su ignorancia. Así pues, y para esconder su vagas nociones de la literatura, a cada persona que regresaba para devolver un libro lo miraba altivo, desafiante, sonreía burlonamente y disparaba: “Y dígame González, ¿usted qué entendió de “Como Agua para Chocolate”?, ¿a ver si lo leyó bien?”, “Escúcheme joven Polski, comprenda que Cortázar no es para cualquiera vio, ¿cuénteme qué le pareció?”; y luego se quedaba mirando fijamente y escuchaba una y cada una de las síntesis que los lectores le hacían de los libros que él jamás había sospechado siquiera que existían. De esta forma, bajo el disfraz del profesor sabio que evalúa a sus pupilos, Orlando conseguía tener alguna pista de cada historia, para luego fanfarronear frente a un futuro prestatario haciéndole una “breve y austera sinopsis, mi amigo. Pues comprenderá que no puedo hacerlo todo por usted, ahora es tiempo de que lo lleve y lo lea”. Entonces quedaba por un lado como el gran conocedor que corrige lecturas ajenas, y por el otro como un erudito que guía a los novatos; aunque seguía siendo el mismo ignorante.

Su mayor despliegue de sabiduría lo hizo una tarde de sábado, cuando un hombre de unos cuarenta años se acercó a la biblioteca proveniente de la otra punta de la ciudad. El sujeto, que parecía conmovido al ver tan inmensos estantes repletos de libros, se acercó dubitativo al anciano y se dirigió a él con una voz apagada:

-Buenas tardes don. Ando buscando algún libro de Humberto Zicbaum. ¿Tienen alguno acá?

Orlando intuyó que era su oportunidad. El recién llegado probablemente fuera otro de esos a los que les pica la curiosidad de la lectura de vez en cuando, y por lo tanto sería una fácil presa para su simulado dominio de la literatura. Tras la pregunta no respondió con palabras, sino que hizo un gesto con la palma de la mano y escribió “Humberto Zicbaum” en la computadora. Desde ya que no tenía idea de quién se trataba, pero recordaba que algunas semanas atrás alguien le había devuelto un ejemplar. En efecto, cuando leyó el listado de quince novelas en la pantalla reconoció en “Amadora” al texto del cual había escuchado hablar hacía poco. Entonces sí, desplazó unos centímetros sus anteojos por el tabique de la nariz y miró al visitante por la hendidura que se formaba sobre sus ojos:

-Quince novelas joven, quince. Aquí la biblioteca del pueblo se enriquece, no como en otras partes. Dígame, ¿qué anda buscando?

-Bueno, mire. Yo no soy de leer mucho, más bien es poco. Y un amigo me recomendó que buscara algo de ese tal Zicbaum. ¿Usted me podría dar alguna referencia?

Fueron palabras mágicas. Orlando dejó escapar una sonrisa burlona, bebió un sorbo del café que reposaba a su lado y empezó a recordar lo que le habían contado de Zicbaum. Su memoria no fallaba, eso sí era de elogiar. Recordaba muy bien que “Amadora” había sido devuelto por un chico de unos 20 años al que no le había gustado mucho, lo cual lo llevó a iniciar una descripción un tanto despectiva del autor en cuestión.

-Verá joven. Su amigo tendrá su opinión y no la desmerezco. Sin embargo, como usted sabrá mi familia ha sido desde siempre muy apegada a la lectura y por lo tanto creo que coincidirá usted en que puedo llegar a darle una visión un tanto más profunda sobre Zicbaum.

-Bueno, ehh… Mi amigo lee bastante, y la verdad que yo confió en él.

-Por supuesto, por supuesto. No lo pongo en discusión. Hace falta gente como su amigo que se interese por difundir la lectura. Pero permítame decirle que tal vez él tenga un gusto particular que no sea el más común. Quiero decir, Zicbaum no es un gran escritor ni mucho menos.

-¿En serio?

-Pues claro hombre. Es uno de los tantos escritores mediocres de nuestro país, esos que se recuestan en la rica historia literaria de nuestra nación para sacar provecho con novelas berretas, bastante estúpidas, y desde ya intrascendentes.

-Bueno, jeje, me parece que me equivoqué de autor entonces…

-Probablemente, pero no se deprima amigo. Si bien dudo que yo esté errado, modestamente se lo digo, no puedo negarme a prestarle uno de los pocos libros de Zicbaum que vale la pena leer.

-¿Ah sí? Mire que yo le creo y la verdad que quiero leer algo bueno.

-Ya lo sé. Pero bueno, mire, le voy a prestar “Amadora”, que fue la tercera novela de Zicbaum y la que más repercusión tuvo.

-Ah, buenísimo. ¿De qué se trata?

-Está ambientada en el siglo XIX. Es acerca de una joven andaluza que se enamora de un estudiante irlandés y se embarca junto a su amado rumbo a América, donde buscarán formar una familia. Es una trama sinceramente poco novedosa, pero es agradable.

-Entonces, ¿usted dice que la lea?

-Claro que sí, anímese. Empiece por esa novela y después vaya subiendo de nivel.

-Está bien, me lo llevo.

Orlando había logrado una vez más su cometido. El sujeto lo había escuchado con una atención extraordinaria, como el alumno que aprende de un maestro. El anciano bibliotecario había sacado a pasear sus conocimientos y le había dado una breve lección sobre Humberto Zicbaum, así como lo podría haber hecho sobre Dickens, Stroker, Coelho o Eloy Martínez. Sólo bastaba que su inexperto aprendiz se llevara “Amadora”.

-Bueno, mire. Como es la primera vez que va a sacar un libro de aquí, voy a hacerle una ficha así ya queda registrado para otras ocasiones. Primero dígame, ¿cómo se llama?

El entierro fue dos días después. El infarto había sido tan feroz como con su hermano Francesco. Para ese entonces, ya toda la ciudad hablaba de cómo Orlando Magiantinni había muerto al escuchar el nombre del aquel sujeto curioso que había ido a la biblioteca preguntando por Humberto Zicbaum: el propio Humberto Zicbaum.

lunes, 2 de noviembre de 2009

La decisión del Almirante

Hosco, el Almirante Espinoza dejó caer las cenizas del cigarrillo sobre el pasto, en un gesto que acompañó el primer sorbo de mate. Sentado en su reposera verde, con la seriedad que lo había caracterizado durante los 69 años de su vida, el otrora eximio representante de las Fuerzas Armadas argentinas, ahora ya retirado, comenzaba su tradicional ritual de las siete de la tarde. Con la mirada fija en el potrero de enfrente, sus ojos negros, densos como la oscuridad, transmitían la esencia de un ser rudo, valiente, inquebrantable, de pocas palabras. De fondo, como en su época de juventud en Corrientes, un chamamé en la radio. De Isaco, probablemente. El sonido llegaba desde el interior de la casa, trayendo la melodía preciosa del acordeón. El chamamé, una de las pocas cosas que alguna vez habían conmovido al recio Juan Ramón Espinoza, se escurría por entre las paredes del hogar y llegaba hasta sus oídos para deleitarlo como siempre. Pero de repente, la melodía fue interrumpida por una voz aguda, joven, que también provenía de adentro, pero que cada vez se hacía más cercana:

-¡Papáaa!

Era María Inés, su hija. Voluptuosa, con sus 20 años recién cumplidos, se asomó a la puerta con el aire adolescente de quien transita por la etapa del aprendizaje, el crecimiento y la búsqueda de la vida. El Almirante tuvo a su primera (y única) hija ya en una edad poco frecuente por estos tiempos. Es que se había brindado por entero a la Marina y, pues, la paternidad había sido durante mucho tiempo una aspiración secundaria. Su mujer, María Teresa, lo había comprendido desde aquel baile en Ituzaingó cuando se conocieron, en que el ríspido Espinoza pronunció una frase que jamás olvidaría: “Ante todo, mi deber. Podremos ser novios, si así usted lo desea señorita María Teresa. Pero, recuerde, ante todo, mi deber”. Sorprendida y excitada por esas palabras, María Teresa había caído a los pies de aquel hombre tan vigoroso y decidido. Pero ahora, lo que caía a los pies de Espinoza, eran las cenizas de su cigarrillo:

-Decime.

-Papi, ¿a qué hora jugaba Boca?

Inteligente, María Inés sabía que para pedirle algo a su padre, primero tenía que entrarle por un lugar que lo ablandara de alguna forma. El Almirante conocía esa treta, por lo que ni se molestó en aclararle que no era a Boca, sino a Estudiantes, a quien vería esa noche y tan sólo interrogó con rudeza:

-¿Qué querés?

Su hija estaba nerviosa. Podía notarse por cómo se movía, cómo gesticulaba y, sobretodo, por cómo balbuceaba:

-Pa, yo…yo…bueno… quería pedirte algo. Si no es molestia, ¡obvio!

Hasta ese momento, el Almirante había permanecido observando a la gurisada que jugaba en el potrero. María Inés comprendió, entonces, que el hecho de que ahora él dirigiese la mirada hacia ella era el indicio de una cierta aprobación. O por lo menos, un señal para que siguiera hablando.

-En seguida está por llegar… un ratito nomás eh, no se queda a comer como el otro día, ¡je! Está por venir Agustín.

Inerte, el rostro del Almirante Espinoza permaneció seco. Pero por dentro, una corriente de aire caliente lo recubrió de una sensación de enfado. Agustín era, desde hacía cuatro meses, el novio de María Inés. Ya ese hecho lo convertía automáticamente en enemigo público de Espinoza. Para empeorar la situación, el simpático joven no respondía a los cánones que el Almirante había programado para su hija. Por empezar, usaba barba, se dejaba el pelo largo y mostraba orgulloso su tatuaje de Charly García. Encima, decía estudiar Comunicación Social; aunque a su casa siempre lo veía llegar con una guitarra, no con libros. Espinoza aún recordaba indignado aquellas primeras tardes en que al irse el por entonces “pretendiente” de su hija, soltaba sus mejores argumentos para evitar la catástrofe que se avecinaba, y no recibía mayor respuesta que un insulto de su hija y unas tibias palabras por parte de su esposa, quien no parecía comprender la gravedad del asunto: “Juan, dejate de jorobar, María Inés ya es grande”. Seguramente, ese “rarito” (y, sospechaba, también “subversivo”) pretendería una vez más robarle a su hija para llevarla a alguna fiesta o vaya a saber qué diablos.

-Bueno, y…Agus te quiere pedir… bah, en realidad los dos, pero él te va a poder explicar bien.

-Hasta las 5.

-¿Qué? No…je…no. No vamos a salir hoy. Ya te dije que viene un ratito nomás. Él quiere hablar con vos. Yo le dije que hable con vos.

Tiró el cigarrillo. También dio por terminado el mate. El Almirante no podía imaginarse qué se tramaban esos dos, y cada vez se enfurecía más. Aunque por fuera era imposible notarlo, ya que su rigidez persistía.

-Sí, pa. Es que queremos ir a Ituzaingó este finde y…

-¡Buenas!

Sonriente, Agustín acababa de llegar en bici y, como no podía ser de otra manera, con la guitarra colgada en la espalda. Besó a María Inés y luego, con menos efusividad, extendió la mano para saludar al Almirante.

-Buenas tardes don Juan.

Silencioso, el Almirante le estrechó la mano. El joven observó un gesto que María Inés le hizo con las manos y, amablemente, empezó a hablar:

-¿Cómo andá? Bueno… estemm… creo que María Inés ya le adelantó algo – ella asintió con la cabeza y él siguió – Bien, con ella, tenemos ganas de irnos a Ituzaingó este fin de semana.

-Como cuando se fueron a Candelaria.

La voz del Almirante sonaba cada vez más hermética. El viaje a Candelaria con el consentimiento unilateral de la madre, unas semanas atrás, le había producido una descomposición estomacal por culpa de la bronca. La idea de que nuevamente se fuesen a otra ciudad y, en este caso peor aún, a otra provincia, lo comenzaba a enojar más y más.

-Sí, sí, pero como la otra vez, volvemos el domingo a la tardecita. No se preocupe, allá tengo unos tíos.

Espinoza sabía que, por más resistencia que pusiera, sería en vano puesto que allí estaría la madre nuevamente para consentir a su hija; por lo tanto no hizo más que preguntar:

-¿Cuánto dinero querés María Inés?

Esa frase exaltó a los novios. Ambos dieron un paso atrás casi al unísono. Ella sonrió con nerviosismo, él habló con una voz cambiada, con cierto temblor.

-No…no, por la plata no se preocupe. Mis tíos nos invitaron.

-Pero tienen que viajar.

El cruce de miradas entre los novios denotaba horror. Por alguna razón esos chicos, en ese momento, tenían miedo. No era para menos: por primera vez en su vida, María Inés estaba a punto de pedirle prestado el auto a su padre. En realidad, el encargado de pedírselo era Agustín:

-De eso justamente queríamos hablarle. Mire, no nos molestamos si nos dice que no, pero eso sí supondría que entráramos en gastos y estamos a fin de mes. Lo que vengo a pedirle… bueno, lo que queremos pedirle… es… bueno, usted sabe que yo sé manejar. Y bueno, nosotros… ¿podemos llevar su auto?

Silencio. Silencio absoluto. El Almirante bajó la mirada. Habló:

-Repetí.

-¿Qué?

-Que repitas lo que me pediste.

-Ehh… el auto.

Y se paró. Como impulsado por un resorte, estalló en sí el Almirante. Los ojos aterrados de su hija seguían desesperadamente los movimientos de sus brazos al hablar. Agustín, deseando estar muerto, sólo podía oír:

-¡¡Ustedes están locos!! Que les preste el auto… ¿pero son pelotudos o se hacen? ¡¡Qué increíble!! Se creen que soy boludo. Un viejo choto, eso se creen, no cierto. Un viejo choto que les va a prestar el auto de puro viejo choto nomás.

-No papá, no…

-¡No las pelotas! Me tienen podrido vos, tu noviecito hippie y su guitarra.

-¡Papá!

-Don Juan, –desolado, Agustín intentaba calmar el tifón – por favor, no queremos que se ponga así…

En eso, María Teresa, que había escuchado los gritos desde la cocina, salió a ver qué ocurría:

-¡Juannn!! ¿Por qué les estás gritando a los chicos?

-¡¡Quieren que les dé el auto para irse a Ituzaingó!! ¡están locos!

Madre e hija se cruzaron las miradas. El Almirante entendió pronto:

-¡Y vos sabías que me lo iban a pedir! No me dijiste nada. Qué bárbaro ¡Me toman por pelotudo!

-Juan, no te pongas así. Te va a hacer mal. ¿Cuál es el problema de que les prestes el auto? Si no nosotros no lo vamos a usar este fin de semana. Aparte Agustín sabe manejar, es responsable.

-¡Responsable las pelotas! Miralo María Teresa, ¡la pinta! Barba, tatuaje, la guitarra esa con la que toca esa música rara que escucha.

-Chamamé.

-¿Qué?

-Digo, don Juan, toco chamamé en el grupo de mi viejo. No rock, que también escucho, claro.

-¡No me interesa lo que mierdas hagas! Ni vos, ni mi hija, ni el pomberito ni magoya van a usar mi auto.

-Pero Juan.

-Pero papá.

-Laburen si quieren uno… la que los parió.

-¡Juan!

Era imposible. La ira lo quemaba por dentro y por fuera. Estaba sacado. El Almirante no concebía el pedido. Era una locura. Pegó un soplido de bronca y se metió a la casa golpeando la puerta. Afuera, quedaron los otros tres perplejos.

-Yo realmente pensé, hija, que tu padre estaba menos loco. Es un celoso, Agus, no te sientas mal.

-Está bien doña María Teresa, ya me resigné. Quédese tranquila.

-Pero cómo puede ser mamá. Si ni usa el auto.

-Ya sabés cómo es…

De repente, la puerta se abrió. Los tres volvieron a callarse. Mudo, serio, el Almirante se dirigió hasta Agustín y se paró frente a él. Las mujeres temieron lo peor, por supuesto también el novio, y los gurises de enfrente, que habían encontrado en la discusión mejor diversión ante la caída del sol y el consecuente oscurecimiento del potrero. Agustín cerró los ojos, preparado para recibir el golpe. El Almirante respiró hondo, cerró el puño derecho, luego lo volvió a abrir. Tenía, entre sus dedos, unas llaves:

-El domingo a la tardecita mi hija tiene que estar de vuelta.

Y se fue. Todos, incluso los gurises, se quedaron totalmente desconcertados. Las llaves eran las del auto. Finalmente, el Almirante había accedido. Pero ¿cómo?, ¿por qué? Era totalmente inesperado. María Teresa entró corriendo a la casa, quería una respuesta a tan extraño cambio en su marido. Él, sentado frente al televisor, dispuesto a ver a Estudiantes, la vio venir por el espejo del living y sólo dijo bruscamente.

-Chamamé, María Teresa, el chico toca chamamé.