(dedicado a mis amigas Vicky e Ita, que siempre me alientan en esto de la escritura)
Nota: El texto que leerá a continuación fue hallado en el sótano del castillo Mc. Robinson en el año 1813. Las hojas estaban desgastadas y hubo que hacer grandes esfuerzos para transcribirlas:
Blaketown, 23 de enero de 1785
A quien sea:
No sé qué va a ocurrir. Sólo escribo. Los acontecimientos que se desataron esta noche me han dejado sin aliento, y temo que no sea lo único de lo que me priven. Tengo miedo, lo acepto. Y pensar que las condiciones bajo las que crecí me hicieron fuerte y valiente, pero esto es otra cosa. Mire, yo no sé cómo ni porqué circunstancia Ud. está leyendo esta carta. Lo que sí puedo decirle es que fue escrita en un arrebato de desesperación, casi como la única forma de sobrellevar lo ocurrido allí arriba, en el castillo.
Lo primero que debo decir es que mi padre esta vez no fue el culpable. Sé que es una persona cruel y desagradable, pero esta noche la sangre corrió por cuenta de otra familia. Los Kurtys. Sí señores, Sir Washigton Kurtys y Madame Susan Kurtys, aunque Ud. no lo crea han sido los asesinos de mi familia, de los Staunton y, probablemente, míos. A medida que escribo agudizo más el oído. Es como si el simple acto de trazar las letras con la pluma permitiera que el resto de mis sentidos se concentraran en lo que pasa arriba. Por eso, ahora que lo pienso, más que nunca seguiré escribiendo. Pase lo que pase. Acá abajo hace frío, es una de las noches de invierno más crudas que yo recuerde. ¿Quiere saber qué estoy oyendo en este preciso instante? Pasos, pasos alborotados que van desde la cocina hasta el living, pasando por el cuarto de invitados y los baños. Seguramente lo próximo que harán será subir a las habitaciones. Luego recorrerán las torres. Y después, ¡ay Dios mío! Después no les quedará otra cosa que bajar al sótano. Aquí los estaré esperando.
¡Cuántas cosas se dirán! Que finalmente la familia Mc Robinson fue destruida por su propia crueldad. Que todos en el pueblo sabían de la cuarta hija, Stephany, esa que nació horrenda, con malformaciones, sin un ojo, con tres piernas, sin senos, sin uñas. Que los Mc. Robinson no fueron capaces de matarla, pero tampoco de mostrarla. Que la encerraron en el sótano y que se prohibieron a sí mismos hablar de ella. Todos lo dirán, y también dirán que Stephany los mató.
Pero Stephany está aquí. Escribiendo, triste, alborotada, llena de incertidumbre. Fueron 23 años de soledad, de escabullirme como rata por el sótano y los pasadizos secretos que mi inteligente hermana Doroty construyó para mí sin que nuestros padres lo supieran. Creo que Doroty fue la única que me quiso pese a lo que soy. ¡Ay pobre Doroty, ya está muerta, como los otros! Recuerdo la primera vez que vino a verme, me dijo que le daba asco, pero a la vez ternura. “Stephy”, me dijo, “quiero ayudarte” y luego empezó a mostrarme un dibujo donde había diseñado los pasadizos. No eran muchos, pero me sirvieron para que en los fines de semana en que ellos se iban de paseo, pudiera salir de la casa y tomar aire fresco. Y también para hablar con ella. No fueron muchas las ocasiones en que se abrió el pasadizo que conduce a su habitación, pero guardo un gran recuerdo de esas horas de charlas secretas entre mi hermana mayor y yo.
Como me suponía, están subiendo las escaleras. Buscan la corona, yo lo sé. Todos en el pueblo empezaron a desconfiar de mis padres cuando la Princesa Brenda murió en el salón principal el verano pasado. En aquella ocasión tenía un mal presentimiento con respecto a la visita que los Reyes y su querida Princesa le iban a hacer a mis padres. ¿Por qué? ¿Sólo porque él había conseguido el gran negocio del año al contactarse con esos mercaderes italianos? ¿O la Princesita también tenía curiosidad por el misterioso sujeto que se escondía debajo del castillo? La horca. La horca era lo que le esperaba a mi hermano Steven si lo capturaban con las manos en las masas, o en todo caso, penetrándola a la hija de la realeza. Por eso tuvo que matarla, e inventar aquello de la descompensación, de que se golpeó la cabeza con el escalón al caerse. Todavía no entiendo cómo le creyeron. Deber ser porque mi padre era un comerciante demasiado importante como para generarle problemas. “El dinero cura todas las heridas” decía irónicamente Doroty, ¡cuánta razón tenía!
No puedo seguir. Tengo miedo. Parece que no encuentran nada, como supuse. Alguien golpeó la puerta. ¡Cierto, el Doctor Monroe también estaba invitado! Al igual que los pobres Staunton, los amigos de mis padres. Ojalá que se vaya. Si tan sólo pudiera decirle que no entre, que corra, que avise, que se va a morir. No puedo dejar de escribir, es la única forma de que se sepa la verdad, no sé porqué pero lo presiento. Ay no, allí va ella, Madame Susan a atender. ¡Váyase Doctor! ¡Corra! Entró. Los oigo en la sala de estar. A ellos se les reunió Sir Washington. ¿Dónde habrán puesto los cadáveres? Ahora sólo oigo silencio. Esto es tenebroso, tiemblo. Tengo frío, tengo miedo. ¿Por qué no escucho nada? ¿Acaso no están hablando? ¡¡Nooooooooooo!! Lo escuché, lo escuché, acaban de dispararle al Doctor. ¡Ay Dios mío! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta muerte! Todo por una corona de porquería que está sobre mi cabeza.
Maldigo el momento en que Steven le pidió a Doroty que escondiese la corona manchada con semen. Si la encontraban se sabría la verdad, y él iría a la horca. Maldigo el momento en que Doroty la puso en esa caja verde que me dijo que nunca abriese. Maldigo el momento en que la curiosidad me superó. Los Kurtys lo saben, no son estúpidos. No por nada Washington es el juez del pueblo. Ellos nunca creyeron lo del golpe. Ya me parecía raro que Madame Susan se hiciera tan amiga de mi madre tan sólo unos días después de la muerte de la Princesa. ¡Ahora lo entiendo! Sí, aquella vez que entré a la habitación de Doroty y me asusté al ver a otra persona, no era la sirvienta, ¡era Madame Susan buscando la corona! Menos mal que no me vio.
Lo que podría hacer es escaparme por uno de los pasadizos. El que da al salón principal por ejemplo. Aunque lo más seguro es que Sir Washington sea quien baje aquí y Madame Susan se quede en el salón vigilando. En ese caso, podría ir al cuarto de Doroty. Luego escapar y no volver nunca más. Aunque… esta carta tiene que llegar a manos de alguien que pueda decir la verdad. ¡Que los Kurtys mataron a mi familia buscando la corona de la Princesa! Yo no podría soportar que todos creyeran que maté a Doroty. A los otros integrantes de mi familia sí, pero a Doroty jamás. La amé, fue la única persona que amé. El día que me dijo que yo tenía aspectos parecidos a los de ella, lloré durante horas de felicidad. Eso demostraba que no era tan monstruosa, que al menos tenía alguna pequeña muestra de la belleza incalculable de mi hermana. Sí, lo voy a hacer por Doroty.
Cuanto silencio. Ya tengo miedo hasta de mover la pluma, siento que el mínimo movimiento puede escucharse hasta en la cúpula de la torre. La vela comienza a apagarse, ya casi ni puedo ver lo que escribo. Calculo que faltará poco para que se decidan a bajar. ¿Qué hago? El pasadizo que da al cuarto de Doroty está detrás del armario amarillo, junto a la puerta del sótano. De tan sólo pensar que en el momento exacto en que esté por subir se abra la puerta y aparezca Sir Washington…No, mejor no pensar eso. El miedo paraliza. Lo voy a hacer. Esta carta ya está puesta dentro de un cajoncito, me cuesta muchísimo terminar de escribirla porque estoy en cuclillas y la vela se tambalea en la punta de la mesa. Cuando la encuentren yo ya no estaré aquí. No me busquen, andaré por alguna pradera olvidada llevando conmigo la corona y el recuerdo de Doroty. Espero que se haga justicia porque ¡Oh Dios, ya es tarde! Acaba de entrar Sir Washington.
Blaketown, 23 de enero de 1785
A quien sea:
No sé qué va a ocurrir. Sólo escribo. Los acontecimientos que se desataron esta noche me han dejado sin aliento, y temo que no sea lo único de lo que me priven. Tengo miedo, lo acepto. Y pensar que las condiciones bajo las que crecí me hicieron fuerte y valiente, pero esto es otra cosa. Mire, yo no sé cómo ni porqué circunstancia Ud. está leyendo esta carta. Lo que sí puedo decirle es que fue escrita en un arrebato de desesperación, casi como la única forma de sobrellevar lo ocurrido allí arriba, en el castillo.
Lo primero que debo decir es que mi padre esta vez no fue el culpable. Sé que es una persona cruel y desagradable, pero esta noche la sangre corrió por cuenta de otra familia. Los Kurtys. Sí señores, Sir Washigton Kurtys y Madame Susan Kurtys, aunque Ud. no lo crea han sido los asesinos de mi familia, de los Staunton y, probablemente, míos. A medida que escribo agudizo más el oído. Es como si el simple acto de trazar las letras con la pluma permitiera que el resto de mis sentidos se concentraran en lo que pasa arriba. Por eso, ahora que lo pienso, más que nunca seguiré escribiendo. Pase lo que pase. Acá abajo hace frío, es una de las noches de invierno más crudas que yo recuerde. ¿Quiere saber qué estoy oyendo en este preciso instante? Pasos, pasos alborotados que van desde la cocina hasta el living, pasando por el cuarto de invitados y los baños. Seguramente lo próximo que harán será subir a las habitaciones. Luego recorrerán las torres. Y después, ¡ay Dios mío! Después no les quedará otra cosa que bajar al sótano. Aquí los estaré esperando.
¡Cuántas cosas se dirán! Que finalmente la familia Mc Robinson fue destruida por su propia crueldad. Que todos en el pueblo sabían de la cuarta hija, Stephany, esa que nació horrenda, con malformaciones, sin un ojo, con tres piernas, sin senos, sin uñas. Que los Mc. Robinson no fueron capaces de matarla, pero tampoco de mostrarla. Que la encerraron en el sótano y que se prohibieron a sí mismos hablar de ella. Todos lo dirán, y también dirán que Stephany los mató.
Pero Stephany está aquí. Escribiendo, triste, alborotada, llena de incertidumbre. Fueron 23 años de soledad, de escabullirme como rata por el sótano y los pasadizos secretos que mi inteligente hermana Doroty construyó para mí sin que nuestros padres lo supieran. Creo que Doroty fue la única que me quiso pese a lo que soy. ¡Ay pobre Doroty, ya está muerta, como los otros! Recuerdo la primera vez que vino a verme, me dijo que le daba asco, pero a la vez ternura. “Stephy”, me dijo, “quiero ayudarte” y luego empezó a mostrarme un dibujo donde había diseñado los pasadizos. No eran muchos, pero me sirvieron para que en los fines de semana en que ellos se iban de paseo, pudiera salir de la casa y tomar aire fresco. Y también para hablar con ella. No fueron muchas las ocasiones en que se abrió el pasadizo que conduce a su habitación, pero guardo un gran recuerdo de esas horas de charlas secretas entre mi hermana mayor y yo.
Como me suponía, están subiendo las escaleras. Buscan la corona, yo lo sé. Todos en el pueblo empezaron a desconfiar de mis padres cuando la Princesa Brenda murió en el salón principal el verano pasado. En aquella ocasión tenía un mal presentimiento con respecto a la visita que los Reyes y su querida Princesa le iban a hacer a mis padres. ¿Por qué? ¿Sólo porque él había conseguido el gran negocio del año al contactarse con esos mercaderes italianos? ¿O la Princesita también tenía curiosidad por el misterioso sujeto que se escondía debajo del castillo? La horca. La horca era lo que le esperaba a mi hermano Steven si lo capturaban con las manos en las masas, o en todo caso, penetrándola a la hija de la realeza. Por eso tuvo que matarla, e inventar aquello de la descompensación, de que se golpeó la cabeza con el escalón al caerse. Todavía no entiendo cómo le creyeron. Deber ser porque mi padre era un comerciante demasiado importante como para generarle problemas. “El dinero cura todas las heridas” decía irónicamente Doroty, ¡cuánta razón tenía!
No puedo seguir. Tengo miedo. Parece que no encuentran nada, como supuse. Alguien golpeó la puerta. ¡Cierto, el Doctor Monroe también estaba invitado! Al igual que los pobres Staunton, los amigos de mis padres. Ojalá que se vaya. Si tan sólo pudiera decirle que no entre, que corra, que avise, que se va a morir. No puedo dejar de escribir, es la única forma de que se sepa la verdad, no sé porqué pero lo presiento. Ay no, allí va ella, Madame Susan a atender. ¡Váyase Doctor! ¡Corra! Entró. Los oigo en la sala de estar. A ellos se les reunió Sir Washington. ¿Dónde habrán puesto los cadáveres? Ahora sólo oigo silencio. Esto es tenebroso, tiemblo. Tengo frío, tengo miedo. ¿Por qué no escucho nada? ¿Acaso no están hablando? ¡¡Nooooooooooo!! Lo escuché, lo escuché, acaban de dispararle al Doctor. ¡Ay Dios mío! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta muerte! Todo por una corona de porquería que está sobre mi cabeza.
Maldigo el momento en que Steven le pidió a Doroty que escondiese la corona manchada con semen. Si la encontraban se sabría la verdad, y él iría a la horca. Maldigo el momento en que Doroty la puso en esa caja verde que me dijo que nunca abriese. Maldigo el momento en que la curiosidad me superó. Los Kurtys lo saben, no son estúpidos. No por nada Washington es el juez del pueblo. Ellos nunca creyeron lo del golpe. Ya me parecía raro que Madame Susan se hiciera tan amiga de mi madre tan sólo unos días después de la muerte de la Princesa. ¡Ahora lo entiendo! Sí, aquella vez que entré a la habitación de Doroty y me asusté al ver a otra persona, no era la sirvienta, ¡era Madame Susan buscando la corona! Menos mal que no me vio.
Lo que podría hacer es escaparme por uno de los pasadizos. El que da al salón principal por ejemplo. Aunque lo más seguro es que Sir Washington sea quien baje aquí y Madame Susan se quede en el salón vigilando. En ese caso, podría ir al cuarto de Doroty. Luego escapar y no volver nunca más. Aunque… esta carta tiene que llegar a manos de alguien que pueda decir la verdad. ¡Que los Kurtys mataron a mi familia buscando la corona de la Princesa! Yo no podría soportar que todos creyeran que maté a Doroty. A los otros integrantes de mi familia sí, pero a Doroty jamás. La amé, fue la única persona que amé. El día que me dijo que yo tenía aspectos parecidos a los de ella, lloré durante horas de felicidad. Eso demostraba que no era tan monstruosa, que al menos tenía alguna pequeña muestra de la belleza incalculable de mi hermana. Sí, lo voy a hacer por Doroty.
Cuanto silencio. Ya tengo miedo hasta de mover la pluma, siento que el mínimo movimiento puede escucharse hasta en la cúpula de la torre. La vela comienza a apagarse, ya casi ni puedo ver lo que escribo. Calculo que faltará poco para que se decidan a bajar. ¿Qué hago? El pasadizo que da al cuarto de Doroty está detrás del armario amarillo, junto a la puerta del sótano. De tan sólo pensar que en el momento exacto en que esté por subir se abra la puerta y aparezca Sir Washington…No, mejor no pensar eso. El miedo paraliza. Lo voy a hacer. Esta carta ya está puesta dentro de un cajoncito, me cuesta muchísimo terminar de escribirla porque estoy en cuclillas y la vela se tambalea en la punta de la mesa. Cuando la encuentren yo ya no estaré aquí. No me busquen, andaré por alguna pradera olvidada llevando conmigo la corona y el recuerdo de Doroty. Espero que se haga justicia porque ¡Oh Dios, ya es tarde! Acaba de entrar Sir Washington.
No hay comentarios:
Publicar un comentario